29: La coronación del peón

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La señora Yolanda estaba arruinada, tal como temía ante un posible divorcio con don Abel; todos sus bienes habían sido confiscados y sus cuentas bancarias se encontraban congeladas. Por ende, todas sus amistades e incluso su abogado le dieron la espalda, pues nadie se quería involucrar con esa quebrada mujer, menos aún por el hecho de que finalmente los sucios negocios de los Rianchos eran exhibidos, ya que Padilla los atacaba con todo para arrancar de raíz esa mala hierba y así empezar a plantar la suya.

Sin embargo, la desesperada señora Rianchos aún tenía un as bajo la manga.

Citada por una llamada de su otrora suegra, Keyla fue a visitarla al penal y disimuló su gran asombro al ver a tan refinada dama caída en desgracia, vistiendo un horrendo uniforme y sin una gota de maquillaje en su marchito semblante. Tragando saliva, la muchacha se adentró en la sala donde las mujeres privadas de su libertad tenían la autorización de platicar con sus visitas y tomó asiento ante ella.

–¿Cómo ha estado, doña Yola?

–¡Qué pregunta tan estúpida es esa, niña! ¿Cómo esperas que esté?

Keyla guardó silencio, tragándose sus ganas de insultarla como se merecía.

–Mi más sentido pésame por la muerte de don Abel, que Dios se apiade de su alma.

Yolanda estalló en carcajadas, tan fuertes que incluso los custodios la miraron con recelo.

–¿Crees que ése perro pueda estar con Dios? –inquiría burlonamente, para luego dar un golpe sobre la mesa–. ¡No! ¡Seguro está en el infierno, cogiendo con la güila esa! Maldito infeliz...tenía que morirse detrás de ella para seguirle las nalgas...

La joven tragó gordo y volvió su rostro hacia la salida, considerando seriamente la opción de retirarse de ahí y dejar a esa arpía podrirse sola. Pero un segundo antes de que se pusiera de pie, la escuchó decir:

–Bueno, basta de tonterías. Te mandé llamar por otro asunto, así que pon atención –hizo una pausa, y entonces reveló a media voz–. Como seguro ya sabes, el maldito de Padilla ha confiscado todos mis bienes; al menos, todos los que están a mi nombre –sonrió ladina–. Lo que nadie sabe, es que hace años abrí una cuenta secreta que puse a tu nombre. Ni sé por qué lo hice, supongo que en ese entonces estaba muy emocionada con que me dieras nietos... –suspiró–. En fin, cuando murió mi Joan pensé en cancelarla, pero por esto o por lo otro se me olvidó. ¡Y qué bueno que no lo hice! Porque ahora dispondrás de ese dinero para pagarme la mejor defensa y sacarme de este basurero. Ya cuando quede libre, lo transferirás al extranjero y me largaré de aquí.

La palabra asombrada se quedaba corta para lo que sentía Keyla en ese momento, oyendo hablar a su exsuegra; no podía imaginarse de cuánto dinero le hablaba, pero debía ser bastante para que pensara solventar con él semejante plan. Como pudo, salió de su atoramiento para responder:

–Sí, doña Yola, lo que sea por usted. Dígame, ¿qué debo hacer para disponer de esos recursos?

–Pon atención, niña. ¿Conservas esa llave que te di, diciéndote que era del secreter de mi alcoba? –al ver a Keyla asentir, reveló con voz aún más baja–. En realidad, es de una caja de seguridad a tu nombre en la Fiduciaria Nacional, ahí están los títulos de propiedad de la cuenta. Ve y haz efectivo el recurso, contratas al mejor buffet y sobornas a quien tengas que sobornar... –hizo una pausa, mientras fulminaba a la joven con su aceitunada mirada–. Pero si se te ocurre pasarte de lista, ten por seguro que te irá peor que esa güila. Porque a pesar de que estoy aquí, aún tengo contactos que irían por ti. Recuerda siempre tu posición, querida.

De Norte a SurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora