22: Volar y dejarse caer

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El Todojunto era presa de una gran incertidumbre, como pocas veces en su larga trayectoria de sicario. Había ordenado a sus demás esbirros, desperdigados en los poblados vecinos, que fuesen a buscar a sus compañeros el Zarco y el Cosca, pues ya se habían cumplido veinticuatro horas desde su último informe, en el que dijeron que irían a interrogar a un par de viejas mal queridas que al parecer tenían tratos con el fugitivo. Sin embargo, después el Todojunto intentó varias veces marcar a sus celulares, pero ni uno ni otro parecían siquiera existir.

Durante los siguiente tres días, su inquietud fue aumentando al confirmar que aquel pueblo era como un agujero negro, en el que todo esbirro que enviara desaparecía sin dejar rastro.

A pesar de su cólera, el Todojunto sabía bien que de nada servía intentar comunicarse con todos ellos, pues estaba seguro de que ya estaban muertos. Fue entonces que el despiadado hombre tuvo que presentarse a la oficina de su patrón e informarle de esto, además de sus sospechas de que se estaban enfrentando a algo o alguien mucho más peligroso que sólo un simple fugitivo.

Inicialmente, don Abel se molestó bastante por estas terribles nuevas.

–¿Cómo que no aparecen estos cabrones? ¡¿Se los tragó la tierra o qué chingados?!

–Dispense usted, pero a mí mucho se me hace que se los echaron a todos. Incluso me atrevería a decir que aquel huerco tiene gente que lo ayuda, tal vez una buena partida de cabrones a su mando...

De pronto, el semblante de Abel se obscureció por el desconcierto.

–¡Ah, Dio'! ¿Será tan huevudo el pendejo aquel?

–No habría otra explicación, patrón. Ningún don pendejo podría haberse enfriado al patroncito Joan así nomás. ¡Menos acabar con seis de nuestros perros, uno tras otro!

Se hizo un lóbrego silencio, mientras el señor Rianchos reflexionaba en silencio.

–Por más cabrones que sean allá, nos los echaremos a todos –sentenció al fin, mientras se levantaba de su escritorio–. Quiero que me investiguen todo lo que puedan acerca de ese pinche pueblo, a ver si hay allá algún colega mío que éste de ardido...También averíguame más de ese pinche huerco; rásquenle a todo, hasta de qué color caga. Seguro que no es quien alega ser...

–Tendrá todo sobre su escritorio a la brevedad. Quisiera también su venia pa' ir hasta allá y cargarme al desgraciado o seguirle la huella, lo que primero se ofrezca, y de paso ver qué pex con nuestros perros.

–Vete, pues, pero quiero que me traigas vivo al cabrón. Me dejas al Pollino aquí en tu lugar.

–Como uste' mande, patrón. Armaré la cuadrilla y partimos hoy mismo.

Transcurrida esta conversación, el señor Rianchos indagaría cuidadosamente quién era el jefe de jefes en el sur, pero no encontró nada; sólo que La Mira era un pueblito dedicado a la pesca y en el que, en efecto, vivían familias con bastante dinero, pero ninguna con el "abolengo" necesario para pertenecer a sus "círculos empresariales". Esto lo confundía pues, ¿quién de allá pudo haber ordenado la muerte de Joan? Ni siquiera parecían conocer su apellido. Entonces, ¿quién chingados protegía al asesino de su hijo?

Respecto al maldito infeliz, sólo pudo averiguar que provenía de un orfanatorio católico ubicado en el occidente del país; de padres desconocidos, había llegado desde recién nacido y nadie lo adoptó, sólo salió de ahí al cumplir la mayoría de edad, pero de ahí su rastro se desvanecía hasta que llegó a Real Dorado y fue un empleado del montón en la empacadora Siete Leguas. Al parecer, nada lo conectaba a La Mira.

Esa misma noche, el Todojunto y su gente partieron en una de tantas avionetas del emporio Rianchos. Fueron horas enteras de trayecto en el aire, pero no se detendrían ante nada; armados hasta los dientes, todos estaban listos para emprender una sanguinaria guerra de carteles. Ninguno, ni siquiera el experimentado líder, tendría idea de lo que realmente los aguardaba.

Era de madrugada cuando finalmente se acercaron a La Mira.

La nacarada luna llena resplandecía en lo más alto de la bóveda celeste, ya ennegrecida y plagada de estrellas, mientras el mar chocaba estrepitosamente contra el risco de las brujas, que ya se encontraban afuera vistiendo etéreos ropajes blancos, llevando a cabo el siguiente paso de su siniestro plan.

Ardía una gigantesca hoguera de flamas azules, mientras madre e hija danzaban alrededor, ondeando sus faldas y elevando un canto que hacía estremecer a sus distantes oyentes:

"Ay, qué bonito es volar,

A las dos de la mañana,

A las dos de la mañana,

Ay, qué bonito es volar,

Ay, mamá..."

De pronto, ambas brujas se detuvieron a extremos opuestos del predio, una frente a la otra, quedando la fogata entre ellas, y en silencio cerraron los ojos para concentrarse un momento.

Mientras tanto, los sicarios se preparaban para su aterrizaje que ocurriría en diez minutos.

–Tan pronto bajemos habrá dos trocas de alquiler esperándonos –indicó el Todojunto a su gente–. El primer grupo se me va por el vejete que's que le dio trabajo y el hijo borracho; me los interrogan como se les hinche y me inspeccionan también su cantón. El segundo grupo nos vamos por las pirujas esas...depende qué tan roñosas se pongan, pero nos las ensartamos si es preciso pa' que suelten toda la sopa... –se echó a reír, seguido de todos sus hombres–. Ya se la saben: todo el que haya hecho tratos con ese cabrón se lo cargará la chingada, coopere o no. ¡Y si es preciso cargarnos al pueblo completo, lo hacemos!

"Volar y dejarse caer,

En los brazos de una dama,

En los brazos de una dama,

Y hasta quisiera llorar, ay, mamá..."

Fue entonces que sobre el risco ambas brujas abrieron sus ojos, completamente blancos, y en perfecta simultaneidad corrieron frenéticas rumbo a la hoguera. Ya envueltas por las incandescentes flamas, ambas movieron los brazos y alzaron todo el fuego en una esfera que se tornó roja, la cual fue recogida por el viento embravecido, llevándose toda aquella lumbre exactamente a donde ellas querían.

Impresionados, los lugareños admiraron la gigantesca estela que atravesaba el firmamento, que rauda voló al encuentro de la avioneta, que se cimbró al impactar de frente.

"A la bruja me encontré,

Que en el aire iba volando,

Que en el aire iba volando,

A la bruja me encontré, ay, mamá..."

Las tórridas llamaradas penetraron a través de la estructura de tan resistente aeronave, hasta alcanzar a sus aterrados pasajeros. El despiadado Todojunto y sus hombres más allegados encontrarían su inminente final en lo alto del cielo, siendo presas de una combustión inenarrable. Así hasta que la avioneta se desplomó por fin, yendo a parar a un cerro inhabitado a las afueras del pueblo, donde finalmente estalló.

Unas horas después, cuando emergieron los resplandores del alba, las autoridades se presentaron con la misión de rescatar lo que quedara de los cuerpos y tal vez hallar sobrevivientes, pero todo fue en vano. Ni siquiera la caja negra se encontró, pues lo único que hubo fueron sólo cenizas. Tanto el piloto, los pasajeros y lo que alguna vez fueron temibles armas de asalto, habían sido consumidos por el fuego.

Lo único que tenían las autoridades locales para ubicar el origen de la aeronave era la matrícula, que arrojó un nombre que ya se había oído antes como propietario: Abel Rianchos.

–¿Usted qué cree, mi Lic.? –inquiría el jefe de policía–. ¿Ese güey será uno de los muertitos?

–Vaya usted a saber, capitán –respondió el agente ministerial–. Nos conviene más que sea uno de los muertos. Ya ve que yo me agarraré la camioneta, y usted el arsenal de armas y sus teléfonos.

–Entonces chitón, mi Lic. Daré órdenes de que se malbarate la chatarra del avión... ¡Ah, cierto! ¿Qué hacemos con los cuerpos que siguen en la morgue?

–A la fosa común, mi poli, a la fosa común. Y aquí no supimos nada –decretó el ministerial–. Al fin que las pinches placas son de quinta la chingada.

–¡Ah, qué mi Lic.! Desde que usted llegó aquí, siempre estamos de acuerdo...

Y entonces ambos corruptos se echaron a reír.

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