6: Amado hijo

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El funeral de Vicente Joan Rianchos Garza se llevaba a cabo en la capilla del mausoleo familiar, bajo las más estrictas medidas de seguridad. El obispo en persona ofició la misa en ese suntuoso templo plagado de serias coronas florales, enviadas por las personas más prominentes de la región, adornando así el presbiterio donde se exhibía el cuerpo, depositado en un lustroso féretro negro. Bien maquillado, bien peinado y portando sus mejores galas, Joan parecía dormir plácidamente mientras tenía las manos cruzadas sobre su herida mortal.

Su madre, la respetable señora Yolanda Garza, se encontraba deshecha en lágrimas, siendo consolada por encopetadas esposas de políticos y empresarios que se ostentaban como sus amigas. Sentada detrás de esa pomposa comitiva se encontraba la señorita Keyla Rodríguez Cid, completamente sola mientras se lamentaba no tanto por haberlo amado; más bien, sentía odio inmenso hacia el difunto, dedicándole una discreta mirada de cólera y mentándole la madre en silencio...sus venenosos pensamientos sólo fueron interrumpidos por un penetrante aroma a puro que ella conocía bien, por lo que prosiguió con su papel de novia dolida.

De todos los elegantes asistentes del evento, se distinguía un varón de cabello y bigote entrecanos que vestía con más lujo que el resto: chamarra de cuero negra, pantalones bien fajados con un ostentoso cinturón y calzando botas vaqueras también negras. En su cabeza portaba un sombrero negro con ribeteado en plata que no se quitaba ni aun estando en la iglesia, y a su paso dejaba el inconfundible olor a puro fino.

Se trataba del señor Abel Rianchos Villarreal, un demonio encarnado.

No paraba de ir y venir sin quitarse el celular de la oreja, bajándolo solamente cuando se paraba junto al féretro de su hijo. Con una clara mirada de desprecio, se le quedaba viendo y mascullaba:

–Pendejo...

Para luego retirarse y seguir atendiendo sus importantes asuntos por celular.

Así pasó un largo rato, en el que su esposa lo vio entrar y salir tantas veces que la exasperó. Se libró entonces de las piadosas manos de sus comadres y fue a atajarle el paso en medio del pasillo central.

–¡Ya basta, Abel! –le reclamó entre dientes–. ¿Qué no puedes dejar ese maldito aparato y atender el funeral de tu hijo? Ni siquiera fuiste quien para hacerle guardia de honor un rato...

–Paradito ahí no le voy a resolver nada –respondió don Abel, con su recio acento norteño–. Yo no le voy a rendir honores a ese pendejo, lo que quiero es hacerle justicia.

Enfurecida, la mujer gritó con el rostro bañado en lágrimas:

–¡No le digas así! ¡¿Que no te duele, infeliz?! ¡Es tu hijo! ¡¡Nuestro hijo!!

–¡Pos si me duele! ¡¿Qué no ves cómo me duele?! –exclamó don Abel, con sus malignos ojos secos e indiferentes–. Pero soy macho bragao, yo no lloro como maricón.

Percatándose de que la gente ya empezaba a mirarlos, doña Yolanda trató de conservar la calma para no hacer una escena. Sin embargo, su desgraciado esposo, con mucha menos educación y mucha más maldad que ella, volvió a abrir la boca nada más para provocarla:

–Todo esto es tu culpa, mujer. No lo supiste cuidar.

–¿Qué querías que le cuidara? Ya era un hombre, en aras de casarse...

–Como sea, no le diste buena crianza y por eso nos lo mataron.

Justo como él quería, Yolanda cayó en sus provocaciones:

–Al que debieron matar es a ti, perro desgraciado. Si alguien aquí tiene la culpa de su muerte, ése eres tú por darle a tu hijo un muy mal ejemplo. Siempre borracho, infiel...

De Norte a SurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora