17: Siete Leguas

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En Real Dorado se desató una sangrienta ola de terror, una espantosa matanza sin precedentes que engullía una víctima tras otra. Los amaneceres tranquilos se habían terminado en aquel lugar, pues cada vez que el sol rayaba en el horizonte alguien se traumatizaba encontrando uno o varios cadáveres, descuartizados en bolsas de basura, a las afueras de sus casas, de algún club o descaradamente en la vía pública.

Lo que más sorprendía a las autoridades era que estas víctimas habían sido personas adineradas, que provenían de buenas familias o habían amasado su fortuna con importantes negocios. Era difícil imaginar que gente así de intocable fuese degradada de esa manera, pues la crueldad en cada crimen era inenarrable; habían sido sometidos a dolorosas y humillantes torturas poco antes de ser ejecutados, donde la fecunda imaginación de la maldad humana era el límite. Pronto, tanto pobres como ricos temblarían de miedo en Real Dorado.

La histeria en el municipio se descontroló a niveles desproporcionados, y la opinión pública comenzó a presionar con tanta fiereza, que el gobernador estatal, el licenciado Andrés Padilla, tuvo que tomar cartas en el asunto. Así pues, cierto día, Padilla fue a visitar a su compadre don Abel.

El señor Rianchos reía divertido, como niño recién descubierto en su travesura.

–¡Ah, que mi gober! ¿Cómo puede creer que sea yo? A muchos de esos huevones ni los conozco...

–Compadre, no nos hagamos. Sabemos de sobra que el único con los recursos para hacer éste tipo de cosas es usted. Además de que tendría usted una razón de mucho peso...Dígame, compadre, a calzón quitado, ¿se está haciendo usted su propia justicia, por lo de su hijo?

–Eso sería una buena idea, fíjese...

–¿Entonces sí?

–Sí, ¿qué?

–¡Pos eso! ¿No es su gente la que anda haciendo "averías" en el pueblo?

Abel soltó una fuerte risotada, exhalando humo de su puro.

–¡Ah, que mi gober precioso! Ahí averígüele, nomás luego no se queje.

Padilla tomó un trago de whisky para armarse de valor.

–Mire, don Abel, yo a usted lo estimo mucho. No se me olvida que, gracias a su valiosa ayuda, yo fui electo como gobernador estatal. Es por eso que, de hombre a hombre, me atrevo a darle un consejo: sea usted más discreto. Ya me están jalando las orejas los del gobierno federal...

–Pos dígale eso a quien le importe. Ya le dije que no tengo nada que ver y hágale como quiera.

Padilla se terminó su whisky de un solo trago y se encaminó al elevador del pent-house. Sin embargo, antes de irse volteó a ver a su compadre para comentarle de la manera más natural posible:

–¿Sabe, compadre? Me alegra que usted no tenga nada que ver...porque como tuvimos que investigar a todos esos difuntos, resultó que todos tenían una coartada cierta pa' cuando mataron a su hijo.

Abel se mostró discretamente sorprendido, incluso contrariado.

–¡'Ire, nomás! Yo que creiba que ustedes no hacían su tarea...

–Claro que sí la hacemos, compadre –replicó el gobernador, con solemnidad–. Cuando usted guste, le mandó los archivos de las averiguaciones.

Y sin decir más, Padilla se metió al elevador.

Cuando el gobernador desapareció, don Abel hizo una llamada.

Media hora después, Roque ya se encontraba nuevamente sentado ante el señor Rianchos, y a su lado el Todojunto. El chico se preguntaba con desespero qué querían ahora de él, mientras notaba que el viejo se le quedaba viendo con evidente disgusto. Abel se empujó otro caballito de tequila y encendió un nuevo puro.

De Norte a SurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora