Te llevaré conmigo

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Adv. Puede herir sensibilidades religiosas, así que recomiendo discreción. 

Era cerca de medio día. El sol caía de lleno sobre la plaza de la ciudad. La fuente central parecía un diamante, gracias al agua clara que brotaba de ella y reflejaba la luz del sol como un espejo. El paso de la luz por el líquido claro también se refractaba y llenaba de los colores del arcoíris el piso de mosaico blanco y azul, que dibujaban un sol y una luna entrelazados.

Los transeúntes se cuidaban de los rayos del sol con sus mantos. Algunos se dirigían al mercado con sus mercancías a cuestas o con sus canastas vacías listas para surtirse. Otros, se dirigían a la mezquita con paso sosegado. Otros, a los baños públicos. Hombres y mujeres entraban al gran edificio donde lavaban y ungían sus cuerpos con aceites aromáticos o relajantes, donde el agua cargada de minerales se convertía también en el alivio de dolencias y enfermedades. Los niños correteaban alrededor de la fuente, jugando. Se escuchaban las conversaciones, el murmullo de carretas y jarrones, el trote de los caballos y a los comerciantes voceando sus productos.

Al príncipe de la corona le gustaba salir disfrazado de palacio, el cual se erguía en la colina norte y a cuyos pies se encontraba el resto de la ciudad. Con una túnica raída en los hombros y las bastillas, con un turbante sencillo y sin adornos, el príncipe recorría las calles y hablaba con la gente como si se tratara de un extranjero que solía pasar por ahí. Le gustaba dirigirse al mercado, comprar fruta y comerla mientras recorría todos los puestos, veía las telas, las joyas, las especias y se tomaba un café caliente sin importar que el sol cayera a plomo sobre sus hombros.

Nadie lo conocía, nadie en el reino tenía el derecho de ver su rostro, excepto aquellos que vivían y servían en el palacio. Si alguno de ellos se lo encontraba en sus visitas, tenía la obligación de tratarlo como un igual, con tal de no delatar su presencia al resto del pueblo. Con él, porque era imposible que lo dejaran solo, iba su guardia principal, un esclavo llegado suroeste, que él había convertido en su amigo y trataba con aprecio y respeto, puesto que lo conocía desde que era un niño.

Aquel día, su guardia levantó la vista y le señaló el puerto.

—Mire, Sehzade —le dijo en voz baja —. Llega un navío extranjero.

El príncipe dirigió su vista en aquella dirección. Las velas blancas de un navío extraño se acercaban a sotavento al puerto.

—¡Vamos! —dijo el príncipe entusiasmado.

—Espere, no es conveniente... Sehzade... ¡No!

Antes de que se lo prohibieran el príncipe echó a correr en dirección al puerto. Junto con algunos otros curiosos, aguardó a que el barco llegara. La nave se detuvo y los soldados se acercaron con los sables desenvainados, en espera de cualquier intento bélico. Una rampa se desprendió del costado de la nave. Tres hombres descendieron con las manos al aire.

—Venimos en paz —pronunciaron en una lengua que no entendían.

Eran hombres blancos, dos de ellos de cabelleras rubias y el otro castaño, todos con tupidas y descuidadas barbas. Vestían como muchos otros infieles que habían conocido, con jubones y calzas, sin turbante, sin túnica, sobre el pecho de uno de ellos, además, brillaba la cruz de los cristianos.

—Perdimos el rumbo, nos atacaron piratas—dijo este último—. Solo queremos indicaciones, un poco de comida y agua, un poco de tiempo para reparar nuestro navío.

Los soldados se acercaron recelosos, listos para cegar sus vidas. No entendían lo que decían, pero los sabían impíos y enemigos de la fe.

—¡Alto! —gritó el príncipe antes de que actuaran —. Estos hombres vienen en paz.

Stony Series Vol. 5Donde viven las historias. Descúbrelo ahora