Capítulo 10: La juventud no fue asesinada, murió

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Me encontraba encerrado entre las blanquecinas paredes de la sala de reuniones una vez más. Tenía una taza de té en mis manos mientras miraba al techo, sentado en mi asiento. El techo estaba cubierto por las habituales baldosas moteadas que solían verse en los edificios de oficinas: placas de superficie blanca con manchas negras que se fundían en patrones abstractos que mágicamente se teselaban en cuadrados. Mi atención se vio atrapada por los ventiladores en el techo, que no hacían absolutamente nada para hacer circular el aire húmedo a pesar de estar girando en círculos perezosos.

¿Para qué existían los ventiladores?

¿Cuál es su propósito, cuando la ciencia moderna nos ha provisto de máquinas de control climático como el aire acondicionado, mucho más eficaces en lo que respecta al enfriamiento? ¿La evolución tecnológica nos había fallado?

La sala de reuniones estaba repleta de oficiales y detectives, pero no se notaba debido al profundo silencio.

—Muy bien, señoritas. Orejas arriba, ojos abiertos y bocas cerradas. Comencemos la reunión.

La voz del Jefe despertó las exhaustas almas de la sala, muchas de las cuales llevaban trabajado desde la mañana del día anterior. Misma gente que se había bebido todo el café, obligándome a conformarme con una bebida inferior como fuente de cafeína para mantener mi propio motor en marcha.

El Jefe caminaba de un lado para otro.

—Como ustedes sabrán, el buque de carga BC201 fue interceptado en la Bahía de Tokio y su tripulación fue puesta bajo custodia e interrogada. Como era de esperar, no estaban al tanto del contenido de los contenedores, sólo movían la carga.

Nadie dijo nada, porque nada de esto era nuevo ni inesperado. Pero si el Jefe nos había convocado para una reunión, cosas más... interesantes seguro iban a revelarse. La anticipación hizo que el aire se sintiera más denso, mientras el Jefe aumentaba la tensión como si fuera un autor perverso. Noté cómo un oficial a mi lado sacaba un pañuelo para limpiarse el sudor de la frente.

—Se encontró un contenedor en la cubierta inferior que no formaba parte del manifiesto. Dentro encontramos a cinco chicas menores de edad. También nos encontramos con un sospechoso armado que intentó atacar al equipo de investigación, pero lograron contenerlo. Tras ser sometido a un interrogatorio, reveló que era de Malasia y que formaba parte de una banda portuaria que escoltaba ciertas mercancías. No conseguimos mucho más, el hombre se unió a la tripulación en un puerto malayo, después de que el contenedor secreto hubiera sido cargado. Nadie sabía dónde o cuándo fue colocado en el barco, sólo que ya estaba allí antes de que el barco llegara a Malasia.

El Jefe se tomó una pausa para dar la vuelta y caminar en la dirección contraria.

—Las edades de las rescatadas rondan entre los 10 y los 14 años. Provienen de varias partes del sudeste asiático. Dos de Filipinas, una de Tailandia, una de Indonesia, y una de Sri Lanka.

Tenía sentido. Estaba claro el por qué venían de esos lugares en particular, eran países que estaban lidiando con violentas transiciones de poder, con golpes de estado, o guerras por drogas. Algunos con las tres cosas juntas. Las chicas fueron objetivos fáciles en medio del caos.

El Jefe continuó—. Algunas fueron sacadas de campos de refugiados y de barrios marginales, incluso de las calles. No todas fueron secuestradas, sin embargo; las dos de Filipinas fueron vendidas a traficantes de personas por sus propias familias.

La atmósfera se volvió muy pesada. Un oficial a mi lado arrastró unos dedos temblorosos al bolsillo de su camisa, donde se veían algunos cigarrillos. El estrés había alcanzado niveles críticos, podía notar.

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