Capítulo 24: El cociente del alma

151 19 0
                                    

Mis ojos se abrieron de golpe. La superficie sobre mí no me resultaba familiar y estaba más abovedada de lo que recordaba. No sirvió mucho para distraerme de mis pensamientos desordenados, sin embargo. ¿Me estaba olvidando de algo? Los pensamientos se escapaban del alcance de mi mente, como si estuviera intentando recordar un sueño que se había evaporado tras despertarme. Algo tiraba de los bordes de mi conciencia al igual que una madre fastidiosa.

Luces y extrañas sombras pulsaban y se reflejaban en el techo blanco. La sensación punzante en mi cuello me hizo darme cuenta de que estaba sentado en posición vertical, con mi cabeza posicionada sobre algo suave. ¿El sofá? Creo que era el sofá. Unas risitas a mi izquierda me hicieron girar la cabeza, ignorando la incómoda sensación que esto causó en mi cuello. Me encontré con dos caras expectantes, medio mirando por encima del brazo del sofá.

¿Qué están haciendo?

Gruñí y enterré la mitad de mi cabeza en la suave tapicería de cuero, hasta que me cubriera un ojo, luego cubrí mi otro ojo, colocando un brazo sobre mi cara. Después de contar hasta cinco, volví a alzar la mirada.

Seguían allí, mirándome.

—¡Ya, estoy despierto! ¡Estoy despierto! —gemí, mientras me retorcía de un lado a otro antes de finalmente reunir la voluntad para levantarme.

Las dos niñas rieron y se fueron corriendo por el pasillo, con el blanco y el azul de sus respectivos vestidos revoloteando al doblar la esquina. Pude ver a la última saludándome mientras ambas desaparecían lentamente. Su vestido estaba estampado de prominentes flores rojas. Me recordaban a las amapolas.

¿Amapolas?

Podría jurar...

Nah, no hagamos más de lo que podamos manejar.

Pasos torpes me llevaron hasta el pasillo, donde las grandes ventanas del patio mostraban el césped al otro lado. No había ni una sola luz encendida, pero mi camino estaba siendo iluminado por la aburrida luz gris de la nublada mañana. No me tomó mucho llegar hasta el baño, y me tomó todavía menos cepillarme los dientes y remojarme un poco la cara.

Mientras me secaba, cometí el error de mirar mi propio reflejo en el espejo. Estaba hecho un desastre, así de simple. Había dejado de afeitarme, una vez más, como evidenciaba una demacrada barba de tres días que no me quedaba ni la mitad de bien que al Jefe. Había círculos oscuros debajo de mis ojos, casi indistinguibles de fosas.

—¿No tenía Komachi un gel para las ojeras? ¿Con infusión de cafeína o algo así? —refunfuñé contra mi toalla mientras apartaba la mirada—. Probablemente deba pedirle que me traiga un poco.

Mis pies resbaladizos hacían contacto suavemente con el suelo. Me pasé una mano por el pelo mientras entraba a la cocina. Ya había actividad, las dos niñas estaban sentadas una al lado de la otra en la mesa del comedor, garabateando.

—¿Quieren algo de comer, ustedes dos?

Las diminutas cabezas se levantaron y dos pares de ojos azules y marrones me miraron con curiosidad. La chica más alta con el vestido blanco asintió mientras la otra meneaba la cabeza. Se miraron la una a la otra con ojos muy abiertos para luego dirigirlos hacia mí, y luego hacia la otra de nuevo. Esto se repitió por varios momentos, hasta que mi paciencia finalmente se agotó

—Está bien. Si cambian de opinión, háganmelo saber. —Suspiré, abriendo el refrigerador y encontrándolo lleno, un gran contraste con el lamentable estado de mi propia cocina. Hubo un periodo reciente en el que mis propias despensas estuvieron llenas de todo tipo de alimentos frescos, pero todo ello parecía un recuerdo lejano.

IncompletoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora