7. Pulso

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Semanas.

He perdido la cuenta de las semanas que hace que Virgo ha recuperado su soledad.

Huíste herido. Y no volviste.

Hasta hoy.

Entro vistiendo la armadura que las estrellas designaron para mí, y el rechinar del oro contra el mármol de las baldosas resulta extraño incluso a mis propios oídos.

Ando hasta internarme en mis aposentos más privados.

Y entonces te siento.

Estás en tu rincón. Y me observas con una mezcla de rabia y rebeldía reflejada en tu pesada respiración.

Una vez más, vuelves a disgustarme. Tu respirar sigue encadenado a tu maldición.

Te ignoro.

Aunque quizás no lo comprendas, me duele tomar esta decisión.

Pero tú no imitas mi pretensión.

Te alzas de las bajezas de las sombras y me sigues con una insospechada determinación. En silencio. En tu acostumbrado silencio.

Detengo mis pasos, y el sutil eco de los tuyos deja de resonar al mismo tiempo.

No sé qué pretendes. No hablas. Pero tu respiración se agita cada vez más. Y un intenso temblor se apodera de ti. Un temblor fruto de la interna lucha entre tu miedo y tu valor.

Percibo que alzas tus brazos. Noto que fuerzas tus manos a viajar hasta tu rostro. Buscas algo... Algo oculto entre tus cabellos. Y lo encuentras.

Sigo de espaldas a ti, y tú luchas contra tu propio temblor. Ése que ha tomado la voluntad de tus dedos y que dificulta tu decisión.

Lo estás haciendo y, extrañamente complacido, sonrío sólo para mí.

No te resulta fácil. Lo sé. No lo es. Pero es necesario. Y tú puedes hacerlo.

Tus rodillas ceden ante el temor a tu inminente rebelión. Unos imperceptibles gemidos de frustración se ahogan contra el cuero de tu humillación.

Me vuelvo hacia ti y me permito acercarme.

- Deja que te ayude...

- ¡No!

Me gruñes. Y me gusta percibirte así.

Descarado. Rebelde.

Estás tan dominado por tus propios anhelos que resultas impreciso y torpe. Adelanto una paso más hacia ti e intento alcanzar tu rostro... ayudarte. Tú retrocedes lo suficiente para alejarte de mi alcance. Intuyo que clavas tu mirada presumiblemente furiosa hacia mí. Sé que lo haces. Y vuelves a advertirme con dureza.

- Puedo hacerlo solo.

Tienes razón... Debes hacerlo solo.

Tus dedos regresan a su particular batalla y,  al fin, la vencen.

El sonido del metal y el cuero cayendo al suelo así lo confirman.

Y el regalo de tu verdadera voz me atraviesa.

- Ahora te toca a ti.

Una voz grave, casi adulta. Una voz real.

Tanto como tú.

Y con ella al fin libre me devuelves mi atrevimiento. Me presentas un pulso.

- Abre los ojos.

Sabes que eso no cambia nada en mí.

Pero de alguna manera tú también me vences.

Con tu pulso, me haces sonreír.

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