9. Confesión II

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- Confía en mí.

No suelto tu muñeca, y siento la resistencia a la que sometes tu cuerpo. Por lo visto, no pretendes ceder.

- Por favor... Confía en mí...

Ya no es una petición. Es un ruego.

Necesito que alguien confíe en mí.

Suspiras intensamente, con resignación, y la tensión de tu brazo cesa. Lentamente te libero de mi agarre y me alejo un paso, apartándome del rostro un empapado mechón que se ha empeñado en cubrir mi ojo y pegarse a mi descubierta mejilla.

- Defteros, no sé na_

- No hay peligro. No es profundo. No te pasará nada porque estaré a tu lado...- Y porque no te voy a soltar.

Con aires de derrota te alzas y te dispones a avanzar hasta a la orilla para acabar lo más pronto posible con tu inesperado tormento. Pero lo impido. Poso una mano en tu pecho y te detengo.

- Con ropa no es práctico.

Sueltas un bufido de desagrado ante la nueva apreciación, y con evidente desgana te despojas de la parte superior de tus extrañas vestimentas, dejando a la vista un torso más formado que varios meses atrás, pero aún con mucho para ganar.

El mismo pudor que se cernió en mí te invade a ti, y te olvidas de desprenderte de más prendas, conservando tus livianos pantalones. Y yo no te exijo más.

Te ofrezco la mano para acompañarte, pero tú la rechazas con el mismo orgullo que te descubrí en la arena al poco de llegar.

No quieres que nadie te ayude. Dices que no lo necesitas, que no pides compasión.

No es compasión. Es compañerismo, o eso me gusta creer.

Y aquí percibo otro temor. Otra muda confesión.

Temes el contacto. Temes todo aquello que te acerque a los demás. Temes lo que en realidad te hace ver.  Temes que los que te rodean perciban lo mismo que tú sientes si les dejas rozar tu piel.

Muy bien. Tú lo has querido. Vendrás solo. Pero vendrás.

Vuelvo a acercarme a la orilla y me deleito con las caricias que las insignificantes olas ofrecen a mis piernas al romper. Y te espero.

Te tomas tu tiempo para acercarte, y no sé si es de verdad por temor o por hacerme exasperar, alimentando así tu propia e interna diversión. Al fin me alcanzas, y yo ando unos pasos más. Los justos para llegar dónde el agua roza mi cintura, y allí me giro hacia ti y te vuelvo a esperar.

La mueca de tu rostro al sentir la primera lamida del agua sobre tus piernas es simplemente deliciosa. El suspiro que te atraviesa debido al primer golpe de frescor delata tu absoluta inexperiencia en algo que para mí es tan natural como el andar. Y egoístamente me siento con poder.

- Está fría.

- Es sólo al primer momento. El cuerpo se acostumbra enseguida...

Suspiras de nuevo, buscando el valor para seguir alimentando el orgullo que te defiende ante todo, y avanzas.

Un paso... Dos...Tres... El agua llega a la mitad de tus muslos, y ahí te detienes. El suave vaivén de las calmadas olas te asusta, simplemente porque no lo controlas.

Pero yo estoy aquí.

Extiendes tus brazos en busca de un imaginario amparo que refuerce tu confianza, negándote estúpidamente que el único amparo válido que vas a tener va a ser mi mano.

Y yo callo. Me mantengo quieto. Te observo... y maliciosamente me divierto haciéndote sufrir.

- Defteros, te estás riendo de mí.

No Asmita. no me río de ti aunque me descubro sonriéndome en silencio, no por diversión, sino por deleite.

Me gusta verte así, con la altivez de tus muros abandonándote. Sigo callando, y ante mi mutismo decides emprender una retirada que crees segura. Tropezando con tu propio y humano temor. Casi cayendo de culo al agua.

Casi, porque mi mente ya había previsto tu acción y mi mano se ha adelantado a la consecuencia, agarrando la tuya con fuerza. Impidiendo convertirte en protagonista de una vergüenza que tu orgullo no podría soportar.

Y vuelves a rendirte.

Decides confiar en mí y en el soporte que te ofrezco.

Aceptas mi mano.

Te aferras a ella con la tuya.

Y en lo que dura este momento, ya no la sueltas más.

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