21. Mar

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Has regresado de la Isla Kanon con el cuerpo herido, el cosmos domado y el alma aún tierna.

El volcán ha empezado a endurecerte, a proporcionarte la confianza en ti que nunca antes te habías permitido sentir. Pero tu alma aún sigue intacta.

Aún sigue siendo cándida e inocente. Tremendamente pura.

Ya hace tiempo que se supone que el cielo se ha cubierto de oscuridad. Y es cuando has decidido volver, amparándote en tus más fieles enemigas y protectoras.

No has subido al Tercer Templo. Temes encontrarte con Aspros, tener que justificar tu ausencia y tu presumiblemente desastroso aspecto físico. Pero Aspros hace días que no es consciente de nada más allá del halo de ambición que le proporciona su oro.

El calmado mar recibe tu herido cuerpo, y lo sana. Por los gemidos que escapan a través de tus labios sellados deduzco que la sal te escuece.

Finges no haberte percatado de mi presencia.

A decir verdad, yo no esperaba tu llegada. Pero si estoy aquí es por tu culpa. O gracias a ti.

Tú me trajiste aquí. Tú nos presentaste al mar y a mí. Tú me enseñaste a amar esta inmensidad de tacto curativo y sabor a sal. Tú me enseñaste a no temerle, a respetarle y a dejarme seducir por sus caricias.

Hace días que me siento débil, Defteros... Débil de espíritu, pero sólo tu secreta playa lo sabe. Sólo ella ha sido testigo de mis flaquezas de ánimo.

Sigues fingiendo indiferencia hacia mi presencia asentada a poca distancia de ti, pero no importa. Hoy mi debilidad me ha despojado de la armadura, de las ropas y de los supuestos aires de divinidad que este lugar se empeña en atribuirme sin desear ver más allá.

Con pasos calmados me adentro en la orilla, ya sin miedo. Resisto el primer azote de frescor con la mayor dignidad posible, sigo unos pasos más hasta que el agua me llega a la cintura, y entonces sigo tus enseñanzas. Me dejo sumergir unos segundos y emerjo de nuevo, sintiendo la caricia del mar en todo mi ser.

Tú sigues limpiándote las heridas, y percibo que te detienes un instante para ladear tu rostro hacia mí.

El silencio nos acompaña cómplice por unos momentos.

Unos momentos que son quebrados por el sonido de tu añorada voz.

- El pueblo de la isla casi desaparece.

Lo dices con dureza. Intentando con muy poca fortuna parecer grosero. Ocultando con peor fortuna la satisfacción que te produce saber que fuiste tú el que lo impidió.

- Tú lo evitaste, Defteros.

Después de unos instantes de profunda inspección hacia mí presiento que vuelves tu vista al frente. Recoges agua entre las palmas de tus manos y te la aplicas sobre el rostro a consciencia, frotándote tus facciones con la repetición de dicha acción. Y seguidamente te sumerges...y aguantas...aguantas hasta que la eclosión de unas burbujas en la superficie del manto acuoso anuncian la inminente necesidad que pronto tendrás de respirar.

Al fin regresas a la superficie, devorando con ansias todas las dosis de aire que durante largos segundos te has privado, y vuelves tu rostro hacia mí otra vez.

- La salinidad del mar cura las heridas...

- Lo sé. Tú me lo enseñaste.

- Todas las heridas, Asmita.

Me has descubierto. Has sabido ver la flaqueza de espíritu que me invade.

Sonríes ante el desvelo de mis más secretas intimidades y no dices nada más.

El azote de agua que salpica mi rostro a traición lo hace por ti.

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