24. Jardín

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No te vas. Sigues ahí. Tu cosmos sigue ahí, cálido, poderoso...puro.

No me dejas otra opción. Hoy sigo sintiéndome débil de espíritu y tu cercanía me derrota.

Abro la puerta que nos separa. La misma que creía suficientemente poderosa para protegerme. La misma que ha fallado en su misión.

Tomo tu mano y te invito a traspasarla.

Balbuceas palabras sin sentido. Innecesarias.

Mi dedo índice se permite viajar a tus labios para acallarlos. Y no sé por qué me rindo a la necesidad de acariciarlos, de volver a dibujar tu rostro en mi mente una vez más.

Tu castigada piel se presenta húmeda. Has llorado...

No llores Defteros... 

Este lugar no se merece tus lágrimas. Y yo tampoco.

Soy ruin porque soy débil y hoy mi debilidad me rige. Toma el control de mis manos, las conduce a reconocer tu cuerpo, a viajar a tu pecho y sentir el violento palpitar de un corazón herido dentro de él.

Perdóname, no sé qué me ocurre...

No... Sí que lo sé. Deseo ser humano. Sentirme humano. Anhelo saber porque duele tanto la soledad que sólo compartida contigo escuece menos.

Llevo tus manos hacia las hombreras de mi armadura. Siento que tus dedos rehúsan un primer contacto, pero insisto.

No quiero que la toques. No deseo que te recuerde que uno oro idéntico podría cubrirte a ti.

Sólo deseo que me despojes de ella. Que me liberes de mi destino bajo el amparo de la clandestinidad de este jardín sagrado. Sólo anhelo que descubras el alma humana que palpita bajo su divina protección.

Deseo entregarte mi más pura debilidad, aunque esto signifique traicionar mi compromiso con este lugar.

Tus dedos dudan. Tiemblan y se estremecen ante este frío contacto. Pero vuelvo a insistir, manteniendo tu cálido tacto sobre la frialdad de mi deber.

Y lo haces. Desarmas el primer ensamblaje, y las hombreras caen sobre la inmortal hierba del jardín secreto de Virgo.

Sigues palpándola para hallar el siguiente ensamblaje, pero el temblor de tus dedos y la urgencia que ha empezado a guiarlos entorpecen tal simple acto.

Y entonces ocurre. La armadura de la Virgen lo hace por ti. Y por mí.

No hay orden que la gobierne. Se rebela contra la divinidad que defiende, y abandona mi cuerpo por voluntad propia. Me libera del peso de mi deber como Caballero de la orden de Athena.

Me permite sentirme humano. Y hacerlo ante ti.

Tu respiración se percibe nerviosa, agitada. Me avergüenza reconocer que la mía también.

Pero ya me has vencido. Ya no me dejas otra opción...

Mi alma se estremece, y sólo tu puedes aliviar su dolor.

Tú y el tacto de tus labios.

Quizás me condene. Quizás me libere.

Quizás...

No lo sé.

Espero que vuelvas a regalarme tu tacto. Lo ansío desesperadamente. Pero el respeto que ha nacido en ti te prohíbe brindarme esa colección de sensaciones que sólo tú has conseguido despertarme.

No me respetes tanto, Defteros... El oro que me dignifica descansa en la distancia. Nos observa con calma y sin juicio. Nos vela en nuestra clandestinidad.

Tú no extingues la distancia. Y vuelves a dejarme sin opción.

La distancia que nos separa me sobra. Y no puedo hacer otra cosa...

Hoy la extingo yo.

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