8. Confesión

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Me sigues.

Lo haces con una seguridad que no deja de sorprenderme. Y a la que no me acostumbro.

El Santuario está vacío. Mi hermano y casi todos sus compañeros han bajado a Rodorio. Son las fiestas del pueblo y no se las van a perder. Ningún año lo hacen.

No te han invitado a unirte a ellos. Sé que no te importa. Lo que no comprendo es por qué aceptaste la incógnita de mi proposición, pero me agrada que lo hayas hecho.

- ¿Dónde vamos?

- Tú sígueme.

No sé si realmente lo ignoras o quieres hacerme sentir importante de algún modo. Con tus sentidos estoy convencido que ya lo has deducido. El aroma a salitre cada vez es más intenso e inconfundible.

Alcanzamos la pequeña playa y tus pies se detienen al notar el cambio de textura del terreno que pisan. El tímido romper de las olas es la banda sonora de este secreto lugar.

- Estamos frente al mar...

Sonrío y asiento en silencio mientras me apresuro a despojarme de la máscara. No porque tú te empeñes en ello, sino porque no se puede mojar. Aspros lo descubriría, y eso es algo que no me debo permitir si quiero que mi secreto siga intacto.

También me quito el gastado calzado, el cinto y la camiseta que me cubre. Por inercia me voy a deshacer de los pantalones, pero un extraño e incomprensible pudor me lo impide.

Lo siento, pero no me puedo resistir más. Emprendo una corta carrera y me zambullo sin pensar. El rostro me escuece. Los raspones que perennes adornan mis mejillas y el puente de mi nariz escuecen. Pero este escozor se siente reparador. Y no puedo evitar relamerme los labios y disfrutar del sabor a sal impreso en ellos.

El único sabor que puede definirme libertad.

Aquí me siento libre... Era el único lugar dónde me sentía libre antes que tú llegaras. Por tu culpa, ahora ya no alberga esta exclusividad.

Me sumerjo otra vez y al subir a la superficie me volteo hacia la orilla, descubriéndote sentado a una distancia prudencial, acariciando la arena suavemente. Estudiando un nuevo tacto que vas a coleccionar. Tu mano agarra un puñado de arenilla y se alza, dejándola escurrir entre tus dedos, extasiándote en un acto tan aparentemente banal.

- ¡¿Te piensas bañar vestido?!

Reclamo tu atención desde el agua que me abraza y reconforta, y tú sigues examinando el nuevo espacio que te envuelve, respondiéndome con una pretendida naturalidad.

- No me voy a bañar...

Sonrío de nuevo. La indiferencia que tan mal finges me dice que en algo te puedo vencer.

Que en algo te puedo enseñar...

- ¡Ven! ¡No está muy fría! ¡Se siente bien!

Tus dedos han alcanzado un pequeño caracol. También lo alzas, reconociéndolo con la ayuda del tacto de ambas manos. Y me ignoras.

Me obligas a salir, levantando el agua de la orilla a cada paso que doy, notando como la ropa de mis pantalones se pega pesadamente en mis muslos y piernas, y avanzo hacia ti. Ladeas el rostro ligeramente al notar mi presencia...y las gotas de mar que adrede dejo caer sobre tus pies.

- Ven. No tengas miedo.

Tu ceño se frunce, y con este gesto aparece de nuevo ese hoyuelo en tu mejilla que soy incapaz de eludir. Lo único misterioso en tu rostro que no me puedes ocultar. Porque el color de tus ojos sigue siendo una pretensión verde...o azul... Clara al fin. Pero una pretensión aún sin descubrir.

- No me apetece...

Por primera vez percibo pequeñez en el tono de tu voz. Y deseando evadirlo, tú solo me muestras que también conoces el temor.

El temor a lo que no puedes controlar.

Sin pensarlo agarro tu muñeca, propiciando que la caracola se precipite en la arena y se hunda en ella, entre tus piernas, y tiro de ti, sintiendo la fuerza que haces para no ceder ante mi voluntad.

Pero hoy soy yo el que insiste.

- Vamos, Asmita. Te gustará...

Entonces te sientes vencido. Con una dulzura casi infantil, te rindes.

Y traicionando tu inquebrantable serenidad, confiesas.

- Defteros... No sé nadar...

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