Capítulo 16

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El sol se está poniendo, y los rayos anaranjados cubren cada tramo de la calle. No falta mucho para que oscurezca, pero por experiencia sé que falta tiempo para que esté lo suficientemente oscuro como para que no se pueda ver nada.

Paso por la pradera, y cruzo el alambre suelto. Espero a Peeta, donde es costumbre, y no puedo evitar sentirme nerviosa.

Esta es la primera vez que nos vemos desde aquella charla, desde que acordamos intentarlo, y no sé precisamente qué es lo que pasará. O lo que pueda pasar.

Volteo casi de inmediato al escuchar unas pisadas aplastar las hojas secas, y lo veo. Él se acerca. Y cuando me ve, sonríe de lado, una buena señal supongo.

—Hola —me saluda.

—Hola.

No se me ocurre algo más que decir, y me pongo tensa, la incomodidad surge. Pero él de alguna manera consigue esfumarla.

Se acerca, salvando la distancia entre ambos, y me mira. Hay muchas cosas contenidas en sus ojos, mucha intensidad, y el corazón me comienza a latir tan rápido que estoy segura de que él puede escucharlo.

—¿Estás segura de esto? —me pregunta.

No tiene que decir algo más, porque sé a lo que se refiere. Asiento con la cabeza, sin ninguna duda.

—¿Y tú?

—Igual.

Volvemos a quedarnos en silencio, pero me pongo en marcha. Y él me sigue. Llegamos a la casita del lago, y enciendo la fogata. Él acomoda las mantas en el suelo, y compartimos la comida que hemos traído.

Sólo charlamos, no de nosotros o de nuestras vidas, sólo de otras cosas, y cenamos.

Estar con él se siente bien. Y es como volver a lo de antes, cuando éramos algo parecido a amigos. Y cuando se hace tarde, noto que la tensión vuelve al ambiente.

Pienso que va a pedirme algo como que nos quedemos a dormir, pero eso no sucede. Él me ayuda a recoger las cosas, y antes de apagar la fogata, volteo a verlo.

—Es peligroso salir tan noche al bosque —le digo, mientras doblo las mantas.

—No podemos pasar la noche aquí —me dice.

Me encojo de hombros.

—No sería la primera vez que lo hacemos.

Una sonrisa le aparece en la cara, y desaparece la tensión. Él parece relajado.

—Sólo tienes que decir que quieres pasar la noche conmigo —se acerca, y se pone de cunclillas frente a mí.

—¿Qué? —frunzo el ceño—. No. Es peligroso salir de noche.

Se me queda viendo.

—¿Deberíamos quedarnos?

Vuelvo a encogerme de hombros.

—Sólo para estar a salvo.

Vuelve a sonreír.

—De acuerdo.

Volvemos a acomodar las mantas frente a la chimenea, y nos acostamos.

El pulso se me acelera, y noto que él quiere hacer algo, pero se queda quieto.

La tensión vuelve, y cada parte de mi cuerpo, cada latido me exige que haga lo que cruza por mi mente. Me resisto, pero en un momento de debilidad, antes de que pueda arrepentirme, me acerco, y recargo la cabeza en su pecho.

Él se queda quieto, como sorprendido, pero no tarda en abrazarme, y yo también lo hago.

Nos quedamos en silencio, en uno extrañamente confortable, mientras él me acaricia el cabello con suavidad.

Siempre has sido tú Donde viven las historias. Descúbrelo ahora