Capítulo 21

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Peeta

Me arrimo un poco, y al acercarme más al centro de la cama, siento una confortable fuente de calor a centímetros de mí.

Abro los ojos, y veo su espalda desnuda frente a mí. Su largo cabello oscuro se encuentra esparcido sobre la almohada, y el calmado sonido de su respiración resuena por toda la habitación.

Tengo que parpadear un par de veces para asimilar que esto es real. Que ya no es una fantasía. Un sueño lejano a la realidad.

Ella está aquí.

En verdad se encuentra conmigo.

No consigo quedarme quieto a pesar de que no quiero despertarla. Pero necesito comprobar que esto es real. Paso suavemente la palma de mi mano por la tersa y olivacea piel de su cintura. Ante el contacto, siento cómo se eriza casi al instante, y ella se hace un poco hacia atrás, pegándose más a mí.

Mi cuerpo reacciona ante la cercanía, ante lo que provoca su aroma, su calor; al ver que la sábana ha bajado más y me deja ver más de su cuerpo. Ante la idea de fundirme con ella y hacerla mía.

Deslizo el brazo por su cintura, y aprieto los labios en su hombro. En un intento por contenerme, porque no quiero despertarla. Pero la sensación de su piel en mis labios consigue el efecto contrario.

Ella se remueve un poco. Me reprendo silenciosamente.

—¿Ya estás despierto? —pregunta en voz baja, sus dedos me acarician la mano—. Aún es temprano.

—Debo ir a la panadería —susurro—. Ya sabes, gajes del oficio.

Mis labios no pueden quedarse quietos, no ante la sensación que acaba de otorgarme su piel, y van directamente a su cuello. Su mano sube a mi mejilla y la escucho suspirar.

El poco autocontrol que me quedaba se esfuma; me acomodo sobre ella y nuestras bocas se encuentran. Ella me corresponde con la misma ansiedad.

Mis manos no se resisten y pasan por todo lo que quiero tocar de ella: su cintura, su trasero, sus pechos. Mi boca desciende y va directo a uno de ellos. Saboreo su piel, y me deleito con el sonido que escapa de sus labios, de la manera en que sus dedos se enredan en mi cabello.

Una de mis manos sube por el interior de su muslo y se hunde en su calor. La escucho pronunciar mi nombre con cada caricia, y sigue repitiéndolo cuando después me acomodo entre sus piernas y me uno con ella.
Sus ojos se cierran. Incremento el ritmo, necesitando más de ella, y su cuerpo se mueve con el mío, ansiando tocar el punto más alto.

Minutos después, ella parece no soportarlo más, se tensa debajo de mí, y un grito escapa de su garganta. Me dejo caer sobre ella, cuidando no aplastarla, y escondo la cara en su cuello, intentando resistir la ola de placer que me golpea.

Consigo volver más o menos a la realidad, y me separo un poco, lo suficiente para mirarla, y veo una sonrisa en su cara. Algo que no es común.

—¿Qué no se te hace tarde? —pregunta jadeando, y me acaricia la mejilla.

—No importa —digo, casi sin aliento—. Nada importa si puedo estar otro rato contigo.

Ella no dice nada, sólo me mira. Sus manos se deslizan por mi pecho y descienden por mi abdomen. Eso termina por descolocarme.

Regresa el hambre, y vuelvo a besarla. Sus labios se mueven sobre los míos, sus manos siguen pasando por mi cuerpo. Vuelvo a acomodarme y me uno con ella una vez más. Su respiración entrecortada choca contra mi oído, y sus manos se aferran a mi espalda. Eso aumenta la sensación que amenaza con consumirme por dentro.

Siempre has sido tú Donde viven las historias. Descúbrelo ahora