Tomo algunas latas de los estantes y las meto en la bolsa. También busco algunas conservas, agarro algunas, y siento que Willow recarga su cabecita en mi mejilla.
La miro, veo que bosteza. Parece cansada.
—Ya vamos a casa —le susurro y le beso la mejilla—. Lo prometo.
Me formo en la fila, y espero a que llegue mi turno con el tendero. Willow no llora ni se queja, ni siquiera busca entretenerse jugando con mi trenza como lo hizo hace rato. En verdad parece cansada, y no la culpo.
La llevé conmigo a venderle carne a Rooba, la carnicera, y también con el alcalde, a venderle algunas fresas. Además, ya es hora de su siesta.
Mi turno se alarga, y Willow comienza a inquietarse. La mezo e intento tranquilizarla susurrándole palabras que claramente no entiende. Finalmente parece darse por vencida, porque se acomoda y recarga la cabecita en mi hombro. Siento su suave respiración rozarme el cuello, y por lo tranquila que se queda, parece haberse dormido.
Ella duerme, y sigue haciéndolo cuando pago y el tendero me entrega las cosas en una bolsa de papel. Salgo, y me dirijo a casa.
Cruzo la calle, pero siento la mirada de alguien sobre mí.
Por instinto, volteo, y me encuentro con Amber a unos metros de distancia.
Ella me mira, sin importar que la haya atrapado haciéndolo, y también mira a Willow.
A veces suele hacer eso, mirar desde lejos. Y parece no tener el valor suficiente para acercarse, porque nunca lo hace.
Pero esta ocasión parece ser diferente.
Y sí que lo es, porque camina en mi dirección. Lo hace con cierto titubeo, pero lo hace. No intento alejarme.
—Creo que nunca nos han presentado —dice cuando se acerca. Intenta ocultar el resentimiento, inclusive su odio, bajo un falso tono de diplomacia—. Soy Amber Mellark, la esposa de Peeta —hace una pausa—. Y tú al parecer eres la otra.
Niego con la cabeza.
—Soy la mujer de Peeta.
El odio se intensifica en su mirada.
—Sigo preguntándome cómo es que él pudo dejarme por alguien como tú.
—Deberías saber la respuesta, porque tú fuiste quien lo orilló a salir corriendo en primer lugar.
Parece que mis palabras tocan una fibra sensible, porque la furia se acentúa más en su cara.
—Me robaste a mi marido —comienza a alzar la voz—, ¿y todavía tienes el descaro de juzgarme?
—Deja de echarme la culpa de tus errores. Fuiste tú quien lo alejó, fue por ti que su vida parecía un infierno.
—Y te aprovechaste de la situación, eso fue lo que hiciste —se le quiebra la voz—. Me lo arrebataste, y él te dió todo lo que yo siempre quise y nunca quiso darme. No es justo.
No lo es, es cierto.
La manera en que sucedió todo no fue la correcta. Hubieron personas afectadas, pero no me arrepiento de que haya ocurrido.
Y siendo justos, ella también falló a su promesa de serle fiel a Peeta.
—Tienes un hijo —le digo—. Lo que siempre quisiste, tendría que ser suficiente para que seas feliz.
—Para ti es fácil decirlo. Tienes a Peeta, una hija de él —se acerca—. Y él te ama, como jamás lo hizo conmigo.
Pienso en responderle, pero me obligo a quedarme callada.
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Siempre has sido tú
أدب الهواة¿Alguna vez has sentido que algo tenía que pasar? Pero... ¿Jamás sucedió? Ellos jamás han hablado, pero se conocen. Él siempre quiso acercarse a ella, pero jamás sucedió. Y ella, nunca se atrevió a agradecerle por haberle salvado la vida hace ya ta...