La verdad

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Mientras tanto, oculté hábilmente mi embarazo y pretendí que me quedaría con mi acompañante en el tren de buena gana, diciéndo que sólo tendría que ir a mi casa a dar unas indicaciones y luego volvería a toda prisa. Aquel viajero se tragó todo esto, pensando que yo era una de esas desgraciadas vagabundas que se dedican a dar placer al primer rufián que se inclina a recogerlas y, por supuesto, que difícilmente me arriesgaría a perder mi paga no volviendo a terminar el trabajo. Así, nos separamos en el trayecto, no antes de que lo oyera ordenar una comida a la que tuve la grosería de no acompañarlo.

Al ser tan pierniabierta y libre, que no sólo tomé la resolución de no volver a aventurarme de forma tan temeraria –intención que no mantuve con toda firmeza– sino que pasé muchos días en una continua inquietud por temor a tener otras razones –además del placer– para recordar el encuentro; pero esos miedos fueron una afrenta a mi lindo compañero, por lo cual le ofrecí con alegría una reparación.

Después de una cuidadosa preparación por medio de excusas y aliento para que desempeñara mi  papel con ánimo y constancia, se acercó al fuego, mientras yo iba a buscar los instrumentos disciplinarios a un armario; eran varias varillas, cada una hecha con dos o tres ramitas de abedul atadas juntas; él las tomó, las tocó y las miró con mucho placer, mientras yo sentía un estremecedor presagio.
Luego, trajimos desde el extremo de la habitación un gran banco, vuelto más cómodo mediante un cojín blando con un forro de calicó; cuando todo estuvo listo, se quitó la chaqueta y el chaleco y, así qué me lo indicó, desabotoné sus calzones y levanté su camisa por encima de la cintura, asegurándola allí; cuando dirigí, lógicamente, mis ojos a contemplar el objeto principal en cuyo favor se estaban tomando estas disposiciones,
subida por encima de la cintura, bajé sus calzones hasta las rodillas de modo que exhibía ampliamente su panorama posterior, en el que un par de nalgas gordas, suaves, blancas y bastante bien formadas se levantaban como cojines desde dos carnosos muslos y terminaban su separación uniéndose donde termina la espalda; presentaban un blanco que se hinchaba, por así decirlo, para recibir los azotes.
Tomando una de las varillas me coloqué encima de él y de acuerdo a sus órdenes le di diez latigazos sin tomar aliento, con muy buena voluntad y el máximo de ánimo y vigor físico que pude poner en ellos, para hacer que esos carnosos hemisferios se estremecieran; él mismo no pareció más preocupado o
dolorido que una langosta ante la picadura de una pulga. Mientras tanto, yo contemplaba atentamente los efectos de los azotes que, a mí, por lo menos, me parecían muy crueles; cada golpe había rozado la superficie de esos blancos montes, enrojeciéndolos y golpeando con más fuerza en la zona más alejada de mí habían cortado en los hoyuelos unos cardenales lívidos de los que brotaba la sangre; de algunos de los cortes, tuvo que retirar trocitos de la varilla que habían quedado incrustados en la piel.

Yo me sentí tan conmovida ante ese patético espectáculo que me arrepentí profundamente de mi compromiso, y lo hubiese dado por terminado, pensando que ya había tenido bastante, si no me hubiera animado y rogado encarecidamente que prosiguiera; le di diez azotes más y luego, mientras descansaba, examiné el aumento de apariencias sangrientas. Finalmente, endurecida ante la visión por su resolución de sufrir, continué disciplinándolo con algunas pausas, hasta que observé que se enroscaba y retorcía de un modo que no tenía ninguna relación con el dolor sino con alguna sensación nueva y poderosa; curiosa por comprender su significado, en una de las pausas, me acerqué, mientras él seguía agitándose y restregando su vientre contra el cojín que había abajo y acariciando primero la parte sana y no golpeada de la nalga más próxima a mí e insinuando después mi mano debajo de sus caderas, sentí en qué posición estaban las cosas adelante, cosa que resultó sorprendente: su máquina, que por su aspecto yo había considerado impalpable, o por lo menos diminuta, había alcanzado ahora, en virtud de la agitación y el dolor de sus nalgas, no sólo una prodigiosa inflamación sino un tamaño que me asustó hasta a mí, un grosor inigualado, por cierto, cuya cabeza llenaba mi mano hasta colmarla.

Y cuando quedó a la vista, a causa de sus agitaciones y retorcimientos, se hubiera dicho un solomillo de la ternera más blanca, gordo y corto para su anchura, igual que su dueño. Pero cuando sintió mi mano allí me rogó que continuara azotándolo con fuerza, porque si no no llegaría a culminar su placer.

Luego, percibí claramente en el cojín los rastros de una efusión muy abundante; su holgazán miembro ya había vuelto a su viejo refugio, donde se había ocultado, como avergonzado de mostrar su cabeza que nada, aparentemente, podía estimular más que los golpes que se asestarán a sus vecinos del fondo, vecinos que se veían constantemente obligados a sufrir por causas de sus caprichos.
Mi caballero había vuelto a ponerse sus ropas y a arreglarse cuando, dándome un beso y colocándome a su lado, se sentó tan cuidadosamente como pudo. Entonces me agradeció el extremo placer que le había procurado y viendo, quizá en mi rostro, restos del terror y la aprensión que sentía ante las represalias en mi propia piel, por lo que había hecho sufrir a la suya, me aseguró que estaba dispuesto a devolver mi palabra si yo me sentía en el compromiso de soportar sus castigos, como él había soportado los míos; pero que si consentía en ello, tendría en cuenta la diferencia que existía entre los sexos en materia de delicadeza y capacidad para soportar el dolor.

Cuando se hubo divertido así, admirando y jugando, pasó a azotarme con más fuerza, haciendo necesaria toda mi paciencia para no gritar y no quejarme. Finalmente sus latigazos fueron tan fuertes que me sacó sangre en muchos golpes; cuando la vio, arrojó la varilla, voló hacia mí, secó con sus labios las primera gotas y chupando las heridas atenuó mis dolores. Pero ahora, poniéndome de rodillas, con las piernas muy separadas, esa tierna parte mía que es, por naturaleza, la provincia del placer, no del dolor, recibió su parte de sufrimientos. finalmente, cogiendo nuevamente la varilla, animado por mi pasividad y furioso a causa de ese extraño gusto, hizo que mis pobres nalgas pagaran su entusiasmo, porque, sin darme cuartel, el traidor me cortó de forma tal que, cuando se rindió me faltaba poco para desvanecerme. No emití ni un quejido ni una palabra de enojo; pero para mis adentros resolví con toda seriedad que nunca volvería a exponerme de nuevo a semejantes severidades.

Podéis imaginar, entonces, en qué estado quedaron mis suaves cojines, todos doloridos, en carne viva y terriblemente desgarrados; y lejos de sentir algún placer, más bien las recientes heridas estuvieron a punto de hacerme llorar y no recibí los cumplimientos y las caricias del autor de mis dolores con demasiada satisfacción.

Entonces me senté, sin sentir ningún amor por mi carnicero, como no podía dejar de considerarlo; además, me molestaba bastante el aire alegre y satisfecho que exhibía y que me parecía como un insulto hacia mí. Empero, después de haber bebido un vaso de vino muy necesario y haber comido un poco "todo en el más profundo silencio", me sentí algo más alegre y animada.

Había llevado a cabo esta extraña aventura, mucho más a mi satisfacción de lo que hubiese supuesto por su naturaleza, satisfacción que no fue disminuida, como podréis imaginar, por los rendidos elogios que tributó mi galán a mi constancia y mi complacencia; para subrayarlos, me hizo un regalo que sobrepasó todas mis esperanzas, además de la gratificación esperada.

Mi nueva matrona, la señora Cole había aumentado su aprecio y cariño por mí después de esta aventura; me consideraba una chica que armonizaba en todo con sus ideas, que no se amedrentaba ante nada y capaz de pelear hasta el fin con todas las armas del placer. Como consecuencia de estas ideas y atenta, por tanto, a promover mi provecho y mi placer, cuidó mucho del primero con un nuevo galán, de clase muy especial, que me procuró y presentó apenas un día después de llegar a Illinois.
Se trataba de un grave, sosegado y solemne anciano caballero, cuyo peculiar capricho era peinar trenzas; como yo estaba muy afinada con su gusto, solía venir a la hora de mi tocado; soltaba mis cabellos y se los abandonaba para que hiciera lo que quisiera con ellos; él pasaba una hora o más jugando con ellos, peinándolos, enrollando los rizos alrededor de sus dedos y hasta besándolos mientras los alisaba. Todo esto no llevaba a ningún otro uso de mi persona o a ninguna otra libertad, como si la diferencia de sexos no hubiese existido.

Podéis estar segura de que una bagatela de esta clase no interfería otras ocupaciones o planes de vida. En verdad, me conducía con una modestia y reserva que eran menos fruto de la virtud que de la falta de novedades.

Con el plan de visitar a una prima había alquilado una casa, había contratado una carroza para ir hasta allí. La señora Cole había prometido acompañarme, pero algún negocio impostergable intervino para retenerla y tuve que parir prácticamente sola; ya que apenas había recorrido un tercio del camino cuando el eje de las ruedas se rompió y yo me consideré afortunada cuando entré, sana y salva, en una posada de bastante buena apariencia que había allí.

Tú, Mi hermanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora