La verdad 2

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Todo estaba ya fijado, de modo que en una hermosa tarde de verano, de mucho calor en Mayo, nos pusimos en camino después de comer, llegando a nuestra cita a eso de las cuatro de la tarde; cuando desembarcamos frente a un prolijo y alegre pabellón.

Esta fue, también, la última aventura de la bebe en nuestra compañía ya que apenas una semana después de dar a luz había retomado la ya acostumbrada vía y después de dejarla al cumplir los seis meses, fue encontrada por sus madres, a merced a un accidente demasiado trivial para detallároslo aquí; éstos estaban en buena posición.

Por mor de esto, el cariño durante tanto tiempo monopolizado se desvió en favor de esta hija perdida e inhumanamente abandonada, a quien podrían haber hallado mucho antes si no hubiesen descuidado su obligación de hacer averiguaciones; ahora se sentían tan desbordantes de felicidad por haberla encontrado que –supongo– eso hizo que no examinaran la situación muy estrictamente, ya que parecieron muy felices dando por sentado el conjunto de lo que la decente señora Cole quiso dejarle.

Poco tiempo después le envié, desde el campo, una generosa recompensa.

Estas deserciones habían diezmado tanto las huestes de la señora Cole que se quedó sólo conmigo como una gallina con un solo pollito; pero si bien estaba muy dispuesta y fue alentada a volver a reclutar su corps, los crecientes achaques y, sobre todo, la constante tortura de una cadera gotosa que no cedía ante ningún remedio, la determinaron a cerrar su negocio y retirarse al campo con una renta muy decente; yo me prometí que seguramente iría a vivir con ella en cuanto hubiese visto un poco más de la vida y aumentara mis pequeños bienes hasta que me hiciera completamente independiente; ahora, gracias a la señora Cole, era suficientemente sabia, como para tener presente ese detalle esencial.
Así, entonces, abandone también a mi fiel predecesora, tal como los filósofos de la ciudad perdieron el mirlo blanco de su profesión.

Habiendo arreglado sus asuntos, emprendió viaje, después de despedirse tiernamente de mí y de darme unas excelentes instrucciones, recomendándome a mí misma con maternal ansiedad. En una palabra, sentía tanto afecto por mí que yo me sentía disgustada por permitirle que se marchara sola; pero el destino, según parece, había dispuesto otra cosa para mí.

Al separarme de la señora Cole había tomado una casa agradable y conveniente en Manhattan, fácil de mantener a causa de su pequeñez.

La amueblé con cuidado y modestia. Allí, con una reserva de ochocientas libras, fruto de mi deferencia ante los consejos de la señora Cole, además de vestidos, algunas joyas y algo de platería, me vi provista para un período largo, de modo de poder aguardar sin impaciencia lo que el capítulo de los accidentes podía producir en mi favor.
Allí, y pasando por una joven dama cuyo padre se había embarcado, me fijé unas líneas de conducta y vida que me permitían una completa libertad para perseguir mis fines, en cuanto al placer o al dinero, aunque sujetándome estrictamente a las reglas de la decencia y la discreción.

Pero aún no había calentado mi nueva vivienda cuando, saliendo una mañana temprano para disfrutar del aire fresco en los bonitos campos, acompañada sólo por una doncella que acababa de tomar, oímos, mientras andábamos despreocupadamente entre los árboles, el ruido de una tos violenta, que nos alarmó; volviéndonos hacia el ruido, distinguimos a un anciano caballero vestido con sobria elegancia que, atacado por un súbito acceso, estaba tan afectado que había debido ceder, sentándose debajo de un árbol, y parecía a punto de sofocarse por su severidad, ya que tenía la cara congestionada y oscura. Tan conmovida como atemorizada, me precipité a ayudarle y observando el rito que había contemplado en otras ocasiones, aflojé su corbata y lo golpeé en la espalda. No sé si eso sirvió para algo o si el acceso estaba terminando, pero dejó de toser de inmediato y recuperando el habla y el uso de sus piernas, me agradeció con tanto énfasis como si hubiese salvado su vida. Esto llevó naturalmente a que entablásemos conversación; me enteró del lugar donde vivía, situado a considerable distancia del sitio donde le había encontrado, a donde había llegado insensiblemente en su paseo matutino.
Como supe después, en el curso de la intimidad que provocó ese pequeño accidente, era soltero y ya había cumplido los sesenta años pero tenía una complexión fresca y vigorosa (tanto que no representaba más de cuarenta y cinco) debido a que nunca había arruinado su constitución permitiendo que sus deseos sobrepasaran sus posibilidades.
En cuanto a su nacimiento y condición, sus honestos y desdichados padres lo habían dejado huérfano en su parroquia, según había podido saber, de modo que fue partiendo de un hospicio que, por su honestidad y su industria consiguió progresar, en casa de un comerciante; desde allí fue enviado a otra casa, y allí, gracias a su talento actoral y su actividad, adquirió una inmensa fortuna, con la que volvió a su país de origen en el que, sin embargo, no pudo descubrir ni un pariente en la oscuridad de su nacimiento.

Pero como no me propongo dedicar un diario entero al placer de narraros todos los detalles de mi relación con éste –para mí– memorable amigo, en ésta sólo pondré unos toques transitorios para que sirvan de argamasa, para cimentar la forma de mi historia y para evitar que os sorprendáis de que alguien de sangre tan caliente como la mía considerara a un galán de más de sesenta años como un espléndido botín.

De él aprendí, por primera vez, y no sin un infinito placer, que existía otra parte en mí a la que valía la pena tener en cuenta; de él recibí el primer y esencial aliento e instrucciones acerca de la forma de actuar, práctica que he llevado al grado de perfeccionamiento en que la veis ahora; fue él quien primero me enseñó que los placeres de la mente eran superiores a los del cuerpo y, al mismo tiempo, estaban lejos de ser perjudiciales o mutuamente incompatibles ya que, además de la dulzura de la variedad y la transición, los unos servían para exaltar y perfeccionar el disfrute de los otros, a un nivel que los sentidos, por sí solos, no pueden alcanzar nunca.

Con este caballero, entonces, que me llevó a su casa poco después del comienzo de nuestra relación, viví cerca de ocho meses; en ese tiempo, mi constante complacencia y docilidad, mi atención por merecer su confianza y su amor, y una conducta, en general, carente de todo artificio y fundada en mi sincero cariño y estima, lo ganaron y lo unieron a mí con tanta firmeza que, después de haberme otorgado una renta generosa e independiente, procedió a acumular las marcas de su afecto nombrándome, con un testamento legítimo, su única heredera y ejecutora, disposición a la que no sobrevivió dos meses, ya que me fue arrebatado por un violento resfriado que contrajo al correr hacia la ventana de forma imprudente en ocasión de una alarma de incendio a varias calles de distancia; se quedó allí con el pecho desnudo y expuesto a los fatales efectos del viento húmedo de la noche.
Después de cumplir mis deberes para con mi difunto benefactor y pagarle el tributo de una sincera aflicción que, en poco tiempo se transformó en un tierno y agradecido recuerdo que conservaré para siempre, me consolé un poco por las perspectivas que se abrían ante mí, si no de felicidad, por lo menos de riqueza e independencia.
Me vi, entonces, en plena y florida juventud (ya que aún no tenía diecinueve años), a cargo de una fortuna tan grande que desearla hubiese sido en mi caso, el colmo de la desfachatez y esperarla, mucho más.

Que esta inesperada elevación no me haya hecho perder la cabeza lo debo a los esfuerzos que hizo mi benefactor para formarme y prepararme para ella, tal como debo la opinión de que podría administrar las vastas posesiones que me dejó, a lo que había observado de la prudente economía que había aprendido de la señora Cole; los ahorros que vio que había hecho fueron para él una prueba y un aliento.

Pero ¡ay! cuán fácilmente se envenena el disfrute de los mayores bienes de la vida por la nostalgia de otro bien ausente; mi nostalgia era grande y justa ya que su objeto era mi único amor, Charles.

Había renunciado completamente a él, ya que no había vuelto a tener noticias suyas desde nuestra separación; cosa que, según supe después, había sido consecuencia de mi desgracia y no de su negligencia ya que me escribió varias cartas que se perdieron; pero nunca lo había olvidado. De todas mis infidelidades personales, ninguna había hecho la menor impresión en un corazón impenetrable para la pasión del amor, porque pertenecía a Charles.

Tú, Mi hermanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora