Defensa propia

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Confieso señor juez que la he espiado desde esa tarde que llegó, pero dígame:¿cómo no hacerlo? Si desde el primer día parecía un maldito ángel, esa mujer era punto antojo. En mil miradas le supliqué besarla, y ella lo sabía y le gustaba, ese juego de poder en el que su sexo siempre era el vencedor. Esa noche me esperó en su lencería negra, su Señoría yo le juro que en sus pechos empezaba el paraíso, al ver la constelación de lunares en su espalda mis demonios se pusieron de rodillas. Ella dejó una marca de labial en su cigarrillo: ese era su veneno y yo lo bebí, encontré mi karma en sus caderas, luego de esa noche nunca más la ví. Y lo confieso señor juez: ella se volvió en mi obsesión y no se cómo terminó así, me desesperé. Sentía que me llamaba cada vez que escuchaba sus tacones en el pasillo. Sé que nunca lo entenderá pero fue un acto de defensa propia: yo la maté, y mientras lo hacía arrebaté el cigarrillo de sus labios envenenados, ese fue mi antídoto.

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