Bichibowin - Veneno

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Desde que Ishkode se había convertido en mi maestro, jamás había perdonado un entrenamiento, sin importar cómo me encontrase. Aquel amanecer estuve a punto de hacerlo. Necesitaba doblegar un cuerpo para atravesarlo, no con las armas, sino con un amor en custodia. Decidí no ceder cuando Dibikad y Makwa aparecieron junto a otros guerreros, entre ellos el iroqués que había suscitado las sospechas maritales sobre Inola. Eran pocos, arrastraban las madrugada entre sus piernas, y me levanté de la orilla, sospechosa.

—¿Qué hacéis aquí?

Mi voz siempre se volvía ronca después del llanto, a pesar de que hacía horas de su cese. Los pies estaban arrugados por el contacto con el agua.

—Pensé que todavía no habrías empezado, ¿llegamos tarde?

Mano Negra sabía que, por las razones que fueran, no había dado inicio al entrenamiento, pero me protegió ante los que habían decidido unirse tal y como les había aconsejado alrededor de la hoguera.

—¿Estáis aquí para eso?

No quise sonar incrédula, mas una parte de mí lo hizo, no porque dudara de su afán de aprender: dudaba de que quisieran aceptarme. Menstruante. Sensible. Violada.

—Diez movimientos, ¿no es cierto? —dijo uno de ellos, era hurón.

Tanto Dibikad como Makwa habían tenido que ver en convencer a aquellos seis jóvenes y les miré. Estaban sonriéndome antes de esperar mi sonrisa. Antoine solía decir que un buen corazón era un reloj con un defecto: sus agujas estaban atrasadas. "Una hora antes, Cat. Quien bien te quiera, te querrá una hora antes, sin esperar a que tú le quieras a la hora correcta, sin nada a cambio".

—Poneos en guardia.



***

Las aguas de Northern Light no iban a permitir nuestro paso sin cobrar el pago correspondiente.

Regresé al epicentro del improvisado campamento con cierto retraso, ya que había debido de cambiarme los paños después de la sesión de entrenamiento, alejándome más de lo deseado para no ser vista, y Dibikad casi me tiró al suelo al verme.

—Te dije que este sitio estaba maldito.

Me retuvo del brazo, alejándome del alboroto que se agolpaba en torno a un hueco vacío en la tierra. Los guerreros cuchicheaban entre ellos. No había ni rastro de Liwanu ni Namid.

—¿Qué diantres ocurre? —me alerté—. ¿Dónde está Namid?

—Han aparecido tres cadáveres esta mañana. Han despertado muertos —susurró.

—Dime dónde está Namid.

Tardó unos instantes en concentrarse, pero finalmente me señaló un punto profundo de los bosques que bordeaban el paraje.

—Quédate aquí. Mantén la calma. Averiguaré qué ha ocurrido. No dejes que los nervios se embravezcan en la comitiva.

Le apreté el hombro, confiada, y eché a correr hacia los árboles. Se me hizo un nudo en el estómago al toparme —aunque hubiera sido esperable— con tres cadáveres tendidos sobre la hierba. Jamás fui una guerrera que se acostumbrara a la muerte, tampoco al asesinato. Se trataba de tres jóvenes hurones, les conocía.

—Un fuego tan grande podría llamar la atención.

Liwanu estaba hablando cuando arribé y me escudriñó por el rabillo del ojo. Namid lo hizo de frente. Ambos estaban serios, no sentimentales. Hubiera dicho que más preocupados por el agobio estratégico que suponía aquello que por el valor de sus vidas. Eran seres hechos a los difuntos.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora