Badakizo - Ella está en pie

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Montes Allegheny;Octubre de 1761

— No puedo hacerlo.

Gotas de sudor me caían por la frente suturada al intentar ponerme de pie. Un dolor punzante que atravesaba desde el tobillo a la columna vertebral me paralizaba, como un relámpago rompiendo un tronco por la mitad, y caía de bruces al suelo. Una vez tras otra.

— No puedo... — murmuré entre dientes con los ojos llenos de lágrimas —. No puedo...

Habíamos abandonado el asentamiento de Inola en la primavera de aquel año, viajando por las cordilleras del país hasta alcanzar la frontera con las Trece Colonias. Aquellos montes, antaño línea divisoria entre el territorio de los colonos y el de las naciones indígenas, todavía pertenecían —no a nivel legal, sino espiritual— a las tribus, ya que era prácticamente imposible llegar a ellas y numerosos eran los aventureros blancos que jamás habían regresado de sus grutas.

Tumbada en la suerte de carromato que los guerreros habían construido y tirada por el caballo de Ishkode, avanzamos a duras penas con la comitiva que había sido designada a acompañarnos: veinte guerreros y Onawa. Aquel medio de transporte no duró mucho, puesto que no podía sortear los escarpados parajes, y, desoyendo los consejos de la curandera, él me sentó sobre el lomo de su animal y la agonía fue terrible durante semanas. El cabestrillo seguía ahí, pero la postura al cabalgar empeoró mi estado físico. Sin embargo, yo había pedido aquel viaje y aguanté. Aguanté hasta desmayarme sobre su pecho y despertar al día siguiente, confusa, agotada, en trance.

— Por favor... — supliqué.

Llegamos a nuestro nuevo asentamiento a mediados de agosto. Fui sentada al lado de un pino, cerca de mi tienda asignada, e Ishkode me regaló las armas que no abandonaría bajo ninguna circunstancia: la daga, el fusil, la navaja, el arco y las flechas. "Usarás todas ellas con maestría si cumples mis órdenes y no te dejas vencer por ti misma", me avisó. "Entrenarás hasta que caiga la noche y dormirás con ellas al lado. De hoy en adelante son tu familia".

— Levántate, Waaseyaa — me ordenó con frialdad Ishkode, observándome como quien observa a un soldado que no se esfuerza lo suficiente.

Al principio me pasaba los filos de una mano a otra, cincuenta, cien veces. Tardé semanas en poder levantarlos por encima de mi vientre. En el momento en que lo logré, los dedos fueron adquiriendo fuerza y rapidez. No había olvidado las lecciones de Thomas Turner, a pesar de todo. Comía y jugueteaba con ellos; Onawa me peinaba el cabello que crecía y crecía sin descanso y repetía sin cesar los giros de muñeca que mi nisayenh me había enseñado. Hacía todo aquello gimiendo, llevando mi cuerpo al límite.

— Debería descansar..., está..., está...

— Silencio, Onawa. Waaseyaa no descansará hasta que se levante del suelo.

El pino fue secándose, acorde al rumbo de las estaciones, y con su compañía aprendí a fabricar flechas. Los callos de la palma ya no desaparecerían, serían impenetrables como los de Dibikad. Doscientas, trescientas maniobras. Contar entre susurros eran las oraciones que medían el tiempo de mi existencia. Una esperanza oscura y densa que vislumbraba el mañana en una oportunidad de venganza, de retribución y justicia. No había nada más, ni nada menos. Solo sacar la cabeza a duras penas del agua revuelta de un río a la deriva, sin océano donde desembocar.

— No puedo... — supliqué. Detestaba llorar, mas el dolor de la pierna era tal que las lágrimas brotaban sin permiso.

— Levántate, Waaseyaa.

La llegada del otoño supuso el adiós al cabestrillo. Los brazos y las costillas estaban fortalecidas, aunque aún debía portar el corsé. Mis extremidades inferiores, sin embargo, eran harina de otro costal. Estaban esqueléticas por la falta de actividad, flácidas, inertes. El hueso del muslo no estaba curado del todo y Onawa me colocó un vendaje constrictor.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora