—¿Edward Jones también participó en el ataque?
El miedo no había desaparecido de sus ojos rasgados. Se había sentado en el borde del acantilado, balanceando los pies como yo lo hacía. Era un manojo de suspiros.
—No. Pero los soldados seguían sus órdenes. No solo había casacas azules, también había hombres sin uniforme. Son conocidos en todos los Grandes Lagos desde hace meses. Jones los lidera. Solo a él se le hubiera ocurrido empalar a un niño mientras huíamos. No le importa cuántos supervivientes deje siempre y cuando sus hazañas pasen de aldea en aldea. A veces un guerrero gana sin empuñar un arma en combate, la sombra de su crueldad le allana el camino. Él... —dudó—, él quemó a Valérie. Era una belleza, ¿sabes? Más bella que Halona. Cuando Diyami tomó como propio lo que quedaba del poblado de Honovi, no tardaron en asentarse en Red Rock gracias a los sobornos. Valérie permaneció allí, puesto que era su lugar de nacimiento y el de su futuro marido. Algunos marcharon hacia Northern Light. No olvidaré cuando les vi llegar. Me dieron esperanza. Diyami estaba preocupado por los que se habían quedado en Red Rock, decía que ya no eran tierras seguras. Sin sobornos, fue el primer asentamiento en caer. Sus supervivientes vinieron a refugiarse con nosotros, trayendo la señal de alarma. El compromiso de Valérie se había roto. Estuvo semanas sin hablar, se negaba a confesar qué había ocurrido. Las curas, sin embargo, siempre son momentos de confidencias. Kachine se encargaba de cuidarla y terminó por confesarle que Jones le había acercado la cara a la hoguera para que contase que nosotros éramos los siguientes. Y así fue. El dichoso patán que la había rechazado se convirtió en pasto de los gusanos, pero ella sobrevivió por segunda vez.
Inspiré. Tenía ganas de vomitar. Acabé sentándome a su lado.
—No sé por qué Jones sí participó en el ataque a Red Rock y no en el de Northern Light. Nadie puede prever las decisiones de un hombre así. ¿Por qué eligió a alguien como Valérie para dejar con vida? ¿Por qué ella? ¿Por qué no otra? Supongo que quería una mensajera que jamás olvidara que él, y solo él, le había indultado la vida.
—Edward Jones no es un hombre. Solo colecciona trofeos —repuse con rabia.
—Rezo para que no nos lo encontremos en nuestro camino.
La lengua pesaba en la boca.
—Mi destino es encontrarle.
Motega se giró con brusquedad para mirarme.
—Solo un imprudente buscaría encontrarle.
—Los que portamos la venganza somos imprudentes.
—Es imposible vengarse de Jones.
—¿Qué persona de este mundo no puede morir?
—Ha matado a muchos de mis seres queridos, sobre todo durante la guerra contra Inglaterra, sin embargo, espero no ser yo el que deba de enfrentarse con él.
—Edward Jones asesinó a mi marido.
Le devolví la mirada y flaqueó.
—Si hubiera asesinado a tu mujer, ¿no querrías enfrentarte con él?
Su mirada tomó cierto impulso para introducirse en la mía. Había dolor, duda, compasión, desconfianza. ¿Cómo iba a tirarle de un acantilado? ¿Sería capaz?
—Yo jamás sabré quién asesinó a mi mujer, guerrera Waaseyaa. Hasta para la muerte fue insignificante.
***
El entrenamiento de aquel amanecer fue distinto al resto. El rostro de Edward Jones volvió a aparecer superpuesto a las caras inocentes de los guerreros a los que iba desarmando con mayor ímpetu del necesario. A cada vencido que caía al suelo, Dibikad aplaudía, desconcentrado de sus propios combates de la jornada. Había comenzado con un grupo limitado de aprendices antes de arribar a Dog Lake, pero ahora los veintisiete guerreros que habían partido del asentamiento de los cinco participaban, así como los quince recién conocidos. Liwanu y Namid estaban alrededor de la hoguera, conversando, y los ruidos de puntapiés y jadeos habían despertado a las mujeres, que se frotaban las legañas. Olathe, La Hermosa —y la que me había rechazado con ahínco—, se estaba quejando a Motega de que necesitaban ayuda para preparar un desayuno decente.
—El siguiente —me sequé el sudor.
La tensión que se había apoderado de mi cuerpo me había producido una horrible jaqueca.
—¿Quién es el siguiente? —me impacienté.
Las atenciones de Namid había sido decorosas, casi imperceptibles, hasta que Motega ignoró a Olathe y se plantó delante de mí.
—¿Diez movimientos? —me sonrió.
Namid estaba preparado como un búho para incorporarse y detener lo que se supusiera que estuviera sucediendo. Su postura era tan evidente que Liwanu le miró de soslayo.
—Ya hemos pasado demasiado tiempo juntos hoy, querido Motega —rehusé con afable sarcasmo—. Creo que lo mejor será que ayude a Olathe. Puedes hacerte cargo del entrenamiento, Dibikad te enseñará la organización que seguimos.
Él entreabrió la boca, sin esperar mi negativa, y le pasé de largo antes de que pudiera rechistar. Algunos guerreros habían oído mi contestación y se estaban aguantando la risa. Sus atenciones eran cada vez más evidentes y no haría más que ponerse en evidencia. Mi mirada se cruzó intencionadamente con la de Namid y se puso nervioso, retomando el parlamento con Oso Que Gruñe como si nada. Mi corazón había dado un vuelco durante aquella mirada.
—¿Necesitabais ayuda?
Olathe encarnó una ceja. Era hermosa, sin duda: su figura era esbelta y no tenía cicatrices a la vista. Era muy popular entre los hombres. No pude evitar compararla con Valérie, de la que me habían asegurado que era una belleza de la naturaleza. Observé cómo se quitaba los restos del sueño con el antebrazo. El lado izquierdo de su cara era una costra rosada, similar al aspecto de la cera derretida de cualquier forma, y producía que uno de sus ojos estuviera caído, sin pestañas ni cejas. Un matojo de pelo ralo nacía de su extremo intacto.
—Olathe tiene mal despertar, Waaseyaa —intervino Kachine—. Será mejor que vayas con Asin a por moler el poco grano que nos queda.
Ésta, airada, bufó y desapareció de allí con su compañera.
—Nos apañamos solas —intentó sonreírme—. Querrás asearte.
Mi apariencia distaba de ser hermosa: estaba bañada en sudor, con las trenzas desechas y la ropa sucia. ¿Por qué Namid hubiera deseado besar a alguien así?
—Prefiero ayudaros —le devolví la sonrisa, agachándome a su lado.
Valérie me estudiaba. Yo no la recordaba, mas ella sí recordaba a la joven que había llegado con el gran Honovi y un hombre blanco que apestaba a whisky. Las dos habíamos perdido el valor de nuestra apariencia. La Waaseyaa anterior al arresto por Webs era distinta a la actual. Había muchas noches de insomnio en las que lamentaba haber sido de otra forma —más joven, más limpia, más agradable a la vista— y que quedaran personas del pasado que pudieran tasarme y murmurar para sus adentros: "la señorita Catherine ha empeorado. La señorita Catherine ya no es la que era".
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Waaseyaa (III): Despierta en llamas
Ficción histórica"El tiempo de los vivos se dilata en el cielo y el cielo es eterno. A los ojos de los ancestros, nuestras acciones son como el mísero aleteo de una mosca. Una década siempre es ayer. El mañana una repetición enunciada ante la pira. Las llamas me...