Marzo de 1762
—Destápale.
Diligente a las órdenes de Ishkode, Makwa desanudó la venda que cubría los ojos de Roger McGregor.
—¿Era necesario ir maniatado? —despotricó.
El joven le desató las muñecas y, en milésimas de segundo, recibió un derechazo del afrentado que le tiró al suelo.
—Quieto, nisayenh —le detuvo cuando se alzó para devolvérselo, enfadado—. Nuestro invitado ha podido sentirse ofendido por los rudos modales que le hemos mostrado.
McGregor estaba espolsándole el polvo de las rodillas, sin cesar de blasfemar. Los demás guerreros estaban en el asentamiento, al igual que Onawa, a millas de distancia de donde nos hallábamos: un paraje recóndito de las montañas que nos permitía mantener nuestra posición en secreto.
—¡¿Ofendido?! —gritó. Makwa se situó a mi lado, bufando como un caballo salvaje—. ¡Prometisteis que un mensajero me llevaría hasta el punto de encuentro! ¡No tengo ni a mi caballo!
—Bueno, señor McGregor, un mensajero sí que le ha llevado hasta el punto de encuentro. Es este —se encogió de hombros—. ¿De veras esperaba que nos reuniéramos en un lugar donde yo quedara expuesto? Permítame emplear ciertas precauciones, no me fío de los pieles pálidas, y menos iba a permitir que algunos de sus hombres vinieran hasta aquí, armados y trotando. Así nos aseguraremos de que no hay traición de por medio.
—¿Su palabra entonces garantiza que estoy a salvo? Por dios.
—Soy un caballero, señor McGregor. No planeo matarle. Quiero platicar con usted sin distracciones innecesarias. Le aseguro que, en cuanto terminemos, Makwa le llevará de vuelta donde le recogió. Discúlpeme, pero sus recientes rechazos a las tribus no me daban confianza.
Entre quejas, me reconoció. Mi cabello ya no era oscuro, sino pelirrojo, y portaba pantalones ocres de piel y una camisa granate oscuro demasiado ancha para mi cuerpo.
—Anda, mira quién está aquí —sonrió.
—Que los espíritus le guíen, señor McGregor —saludé.
—Confieso que me despistó, señorita..., ¿cuál es su nombre?
—Waaseyaa Clément.
Ishkode me miró por el rabillo del ojo. Era la primera vez que me presentaba incluyendo mi apellido de viuda.
—Por supuesto. Waaseyaa. ¿Cómo no me di cuenta de que se trataba de usted? Luchó en la guerra, como mi hijo. Las habladurías de que había fingido su muerte son ciertas.
No me molesté en corregir dichas habladurías.
—Basta de cháchara, debemos negociar. Tome asiento.
Ishkode le invitó a sentarse en el suelo. Para los ojibwa, cualquier lugar alrededor de la hierba era idóneo para reuniones, fuera cual fuera su importancia. Detestaban los formalismos pomposos propios de los colonos.
—No me andaré con rodeos: ¿consiguió lo que le pedí?
Los cuatro nos habíamos sentado, serios.
—Lo que me pidió es muy caro.
—No ha contestado a mi pregunta. ¿Consiguió lo que le pedí o no?
—Solo he accedido a reunirme con ustedes porque pienso obtener un beneficio a cambio.
—Dígame algo que no sepa.
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Waaseyaa (III): Despierta en llamas
Historical Fiction"El tiempo de los vivos se dilata en el cielo y el cielo es eterno. A los ojos de los ancestros, nuestras acciones son como el mísero aleteo de una mosca. Una década siempre es ayer. El mañana una repetición enunciada ante la pira. Las llamas me...