Gikinjigwenidiwag - Ellos se abrazan

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No había consuelo. Entre todos habíamos enterrado a los caídos. Jamás pude borrar aquella pestilencia. La recordaría, años después, como si fuera ayer.

—Mastica esto. Te asentará el estómago.

Motega se había ofrecido voluntario para ayudar a Dibikad y Namid a sacar a los niños de los postes —yo no me atreví—. Tuvo que empujarlos de las extremidades superiores para extraer la pica que los había atravesado desde sus genitales hasta la boca, por donde sobresalía, puntiaguda, y no lo soportó. Se alejó a corre prisa y el vómito cayó bilioso, acompañado de un ataque de tos y mocos.

—Es raíz de bardana.

Levantó la vista y me vio ofreciéndole pequeñas hebras marrones. Estaba pálido y tenía la boca manchada. Antes de aceptarlo, le dio otra arcada. Balbuceó unas disculpas.

—Gra-gracias, guerrera Waaseyaa —las cogió justo antes de tener otro ataque de vómito.

Mano Negra los estaba tumbando con un respeto que me estremeció. No tenía lágrimas. Les cerró los ojos y suspiró. Nuestras miradas se encontraron mientras ampliaba los nichos individuales con las manos. El hombre que había yacido a sus pies descansaría a su lado.

—Dibikad necesita ayuda —elevé la voz.

Había sangre y fluidos en sus brazos. Sudaba. Anduve hasta él.

—Nishiime, no quiero que los más jóvenes vean esto. Que vayan a buscar provisiones y madera —me susurró.

Enapay y otros dos chicos se habían acercado. No podían ni mirar.

—Dile al resto que vayan a buscar provisiones y madera, por favor. Vosotros ayudadnos con las tumbas —le dije al iroqués.

Las órdenes se cumplieron con rapidez, vaciándose la explanada. Trabajamos en silencio, únicamente interrumpido por las arcadas de Flecha Nueva en un rincón.

—¿Quién es capaz de una atrocidad así? —lamentó uno de ellos.

—La guerra es así —casi le regañó Mano Negra. ¿Cómo había podido mantener la entereza?—. Cava y mantén la boca cerrada.

Vi a Namid por el rabillo del ojo. Había apilado los tres postes. Estaba muy lejos. Terminó por agacharse frente a los niños. Ante la destrucción, sus dulces dedos estiraron la poca ropa que aún llevaban. Había tanto amor en sus movimientos que supe que él ya era padre de herederos sin su sangre. Tanto amor. Les arregló y les juntó las piernas, con lentitud, sin importarle que nada pudiera quitarles a aquellos cadáveres el pánico del rostro. Observó el cielo de la tarde y finalmente les besó los pies negros. Eran sus hijos.


***


No había consuelo y Namid permitió que levantáramos una hoguera en honor a las víctimas. Él mismo lanzó los tres postes a las llamas y nos llamó a la oración. Nadie hablaba, nadie lloraba. La consternación nos había adormecido a todos.

Motega hundió la cabeza entre las manos. "Lo sabía, lo sabía, lo sabía", repetía para sí. Había pasado largo rato vomitando, a pesar de las hierbas, y Namid le ofreció agua de su bota para que no se deshidratara. Iba a adentrarse en las arboledas colindantes para meditar y le apretó el hombro. Flecha Nueva le apretó la mano sobre la suya y advertí cómo aquel roce de verdadera amistad despertaba sus lágrimas. El hurón acababa de repetir lo que había sufrido en Northern Light. No podía culparle por estar sumido en la más absoluta desolación.

"Iré con él", deliberé.

—Ve con él, nishiime. Yo me haré cargo de los chicos. Ve con él, te necesita —habló Dibikad.

Y eché a correr.


***


Le alcancé a la entrada de la espesura. No le toqué, no me miró, y caminé unos pasos más atrás, respetando el espacio que necesitaba. Llegado cierto momento, bajo la sombra de un árbol, se sentó, apoyó la espalda en su tronco, tomó dos bocanadas de aire y rompió a llorar.

—Namid.

Me tiré a la hierba y su llanto se opacó a cubrirse la cara con los antebrazos. Le faltaba la respiración.

—Namid.

Se lanzó a mis brazos, mojándome el cuello, la clavícula, la camisa. Hube de hacer fuerza para no caer hacia atrás y poder sujetarle. Parecía estar a punto de quedarse sin aire. Se abrazó a mí a la desesperada, como había hecho cuando nos despedimos en la primavera de 1761, y lloró con toda la fuerza de sus pulmones.

—¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo, Catherine?

Aguanté mis propias lágrimas y le besé la frente, alisándole el caballo. Le mecí entre mis brazos, como Jeanne había hecho durante veintiún años y persistía haciéndolo desde el cielo. Pero aquello no era una pesadilla de la que pudiéramos despertar, era la realidad.

—¿Qué les hemos hecho?

Lo apreté contra mí y no supe qué responderle. Solo quería envolverle en mi abrazo. Su dolor era el mío. Y si el tiempo hubiera borrado nuestro paso por el mundo, habríamos existido en otro.

—Namid, respira, por favor —tragué saliva.

—¿Por qué nos odian tanto?

—Por favor, respira.

Le cogí la palma de la mano, sucias ambas.

—Apóyate en mi pecho. Así, apóyate.

La llevé hasta donde el tambor rítmico de mis latidos le calmaría.

—Escucha mi corazón. ¿Lo escuchas? —él seguía balbuceando, dejándose hacer—. Quiero que te concentres en el sonido e intentes respirar a su misma velocidad. Namid, ¿podrás hacerlo?

El sollozó continuó, pero su respiración fue apaciguándose, a imitación de la mía. Las yemas de mis dedos recorrían su cabellera con un afecto que me golpeó. Él se encerraba alrededor mío, sin pretensiones. Allí se sentía a salvo.

—Estoy aquí.

—Los niños, Catherine, los niños...

La agresividad había pasado a un cansancio infantil. Ya no había un guerrero, sino un hombre agazapado como un bebé ante el peso de la muerte. El hombre del que me había enamorado.

—Estoy aquí, contigo.

Escúchame, Catherine. Estoy aquí. Solo quiero que me abraces, sin preguntas, y me asegures que todo irá bien y que puedo dejar de fingir que soy fuerte. Porque tú jamás me juzgaste. Contigo podía ser yo. Estoy aquí, Catherine. Mírame.

Y ese hombre era una sombra de lo que era. Y seres humanos como él lo habían puesto de rodillas. Y lo destruirían. Seres humanos como él.

—Escúchame, Namid. Estoy aquí. Escucha mi voz. Todo irá bien. Puedes dejar de fingir que eres fuerte. Nunca te juzgaré. Conmigo podemos ser nosotros. Estoy aquí, Namid. Vuelve. Aléjate de la oscuridad. No dejes que te trague entre sus fauces. No vayas adonde no pueda seguirte. Permanece aquí. Sigue luchando. Escucha mi voz, por favor. Vuelve. Vuelve a mí. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora