Gookooko'oo - Un búho

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— Es hora de tu entrenamiento.

Las criaturas de la noche todavía no habían dejado de pulular entre las ramas cuando Ishkode apareció en la tienda y, no por consideración sino porque no quería ayudarme a ponerme de pie, casi me sacó del camastro. Onawa, a causa del movimiento bajo las mantas, frunció el ceño y se sobresaltó al encontrarlo allí. No se había acostumbrado a él, evitándolo siempre que la ocasión se lo permitía.

— No te levantes. Continúa durmiendo — le susurré. Empleé el bastón para enderezarme y consulté: — ¿Puedo lavarme la cara?

— No tardes — se limitó a decir antes de dejarme unos instantes de intimidad.

Reacia a entretenerme, me desperecé con aquel particular dolor de huesos. Anudé la melena, cuya longitud ya superaba mis hombros, en una trenza descuidada y, por último, me froté el rostro con la fría agua de la jofaina.

— ¿Qué hora es? — balbuceó mi amiga, soñolienta.

— Duérmete.

Ni me molesté en cambiarme, ya que mi vestuario no distinguía entre actividades nocturnas y diurnas, y salí. Hacía frío, mucho frío. La niebla y la humedad habían detenido las nieves, pero estaba segura de en cuestión de unas horas volverían a aparecer. Apocopada en mi abrigo de piel de oso, divisé a Ishkode junto a mi árbol, afilando un cuchillo con despreocupación. Todo el asentamiento estaba dormitando, como era lógico considerando que ni tan siquiera había amanecido.

— ¿Has traído el bastón? — inquirió.

— No.

— Bien. Empecemos.

Nos trasladamos a la pequeña explanada donde se acometían los juegos y duelos diversos para matar el aburrimiento. Mis botas dejaban un rastro sobre los copos que contrastaba con el azulado rojizo del cielo.

— ¿Dónde están tus armas?

Abrí un tanto el abrigo y le mostré el cinturón donde cargaba la navaja y la daga.

— El fusil y el arco están en el tipi.

Era demasiado temprano para ponerse a disparar y estaba demasiado oscuro como para practicar tiro, una observación que tuve en cuenta y que no molestó a mi mentor.

— Ponte en guardia.

Mi pierna no estaba ni de lejos preparada para un cuerpo a cuerpo contra Ishkode, pero en el momento en que él desenvainó su larga daga, yo hice lo mismo. Nos pusimos en guardia, estudiándonos desde una prudencial distancia, no obstante, cuando se lanzó sobre mí con su inmensa fuerza y rapidez, caí de bruces al suelo.

— Eres muy lenta — musitó, rozándome la yugular con el filo —. Otra vez.

Sin detenernos, por mucho que estuviera moliendo el polvo, soporté sus cortas estocadas con la mayor dignidad posible. Era evidente de que mis dotes estaban harto oxidadas, no solo por los tumultos que había sufrido mi anatomía, sino porque hacía tiempo que no luchaba. Además, Ishkode era uno de los mejores guerreros de aquella época: sus golpes, directos, finos, estudiados, nada tenían que ver con los amplios redobles que había presenciado en la guerra. Atacaba de una forma medida, no bruta, indicador de que primero ansiaba enseñarme el arte que había detrás de la animalidad que lo caracterizaba en el campo de batalla. No en vano era capaz de decapitar a sus enemigos desde el caballo con un hacha que no era más grande que el antebrazo.

— Otra vez.

Las gotas de sudor me empapaban la frente y ya me había deshecho del abrigo. Los tonos anaranjados surgían del firmamento con el canto de los pájaros.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora