Ogimaakwe - Una reina

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Una niña de cabellos claros, en esplendorosos bucles, corría por el jardín, blandiendo una cinta como si se tratara de una bandera blanca. Estaba enseñándomela desde la lejanía, riendo y gritando, pletórica con su cometa improvisada.

—¡Tía Catherine, tía Catherine! ¡Mira qué alto sube!

"Estoy soñando", se rompió el hechizo. "No es una visión, es un sueño, nada más. Pronto despertarás", asumió la aletargada voz que permanecía en un segundo plano, mientras aquella Catherine, sentada en el porche, animaba a la anónima niña.

—¡Mira! ¡Ven!

Sumida en la irrealidad, sentí cómo me levantaba, dispuesta a andar hacia ella. Lo hice, convencida de que desaparecería en el momento en que intentara tocarla, dado que así había ocurrido en todos mis sueños con Jeanne o Antoine, pero llegué hasta la criaturita y me tomó de la mano.

—Tienes que sujetarla en dirección al viento, tía Catherine.

"Estoy soñando. Esto no es real", me estremecí.

—El viento viene del este. No, no la cojas así. Al revés. ¿Ves cómo lo hago?

Su tacto era engañoso, aunque corpóreo. Había heredado los ojos azules de su padre, el gesto dulce de su madre. Me quedé rígida contemplándola. "No es real. Mi sobrina está muerta", combatí la angustia.

—¡Catherine, Catherine! —una voz femenina, proveniente de una de las ventanas, interrumpió la amorosa sonrisa que me había estado dedicando la que compartía mi mismo nombre, mi misma sangre—. ¡Ven a recoger los libros que has dejado tirados al lado de chimenea, papá se pondrá hecho una furia si se queman!

Era la voz de mi hermana. Me giré a la desesperada para poder recuperar su rostro. Lo había olvidado por mucho que me esforcé en resguardarlo. Jeanne ya había desaparecido, internándose de nuevo en la casa.

—¡Papá me matará si le quemo los manuales de botánica! —exclamó con urgencia.

—Es-espera.

La pequeña Cat había echado a correr, ya estaba a la altura de la corta escalinata del porche.

—¡Enseguida vuelvo! ¡No la vueles sin mí, tía Catherine!

—Es-espera...

Estaba sola sobre la árida tierra de otoño. La cinta apretada entre los dedos. La entrada a la vivienda caduca y maldita. Solo podían franquearla los muertos.


***


Apestaba a sudor y barro tras el entrenamiento realizado al amanecer. Había esperado hallar a Ishkode en la explanada, practicando como solía, pero nadie me hizo compañía. Métisse estaba en el asentamiento ahora, era razonable —hubiera alegado que entrañable— que hubieran retozado en las pieles, reconquistando las ausencias. Ello me provocó una sonrisa.

El sol amedrentaba con su presencia a través de los abedules y estiré los doloridos brazos. Después de aquel sueño, dejé dormitando a Onawa y salí del tipi, afligida. Lo único que conseguía amilanar la oscuridad eran los entrenamientos. Me exigían tal concentración y esfuerzo que borraban cualquier intranquilidad, al menos durante aquellas horas.

Recogí mis armas, saludando con una inclinación de barbilla a los hombres y mujeres que acababan de despertarse, inaugurando un nuevo día. Los cuencos sucios de la noche anterior, junto con la extinguida hoguera central que había proporcionado amparo a las celebraciones, delimitaban que las fiestas se habían terminado.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora