Ozhaawashkwaanagiingwe - Él tiene un rostro herido

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Las yemas de mis dedos interrumpieron el trazo de las lágrimas bajándole por la mejilla izquierda. Se sucedió un resplandor en el que Antoine me sonreía desde el porche del jardín trasero y todos y cada uno de los vellos de mi cuerpo se erizaron. Estaba orgulloso de mí.

—No digas nada —le susurré—. El tacto de tu rostro me confesará lo que necesito saber.

Quien hubiera visto a Namid en aquel momento, no hubiera creído que se trataba de la misma persona. Tal era su vulnerabilidad. Me aguantó la mirada, sin pretensiones, y le acaricié. Sentí que habíamos viajado a través de la muerte.

—Quieres besarme.

Entreabrió los labios. Miró los míos. Creo que sin darse cuenta se aproximó. Qué cerca estaba aquel bocado.

—Pero tienes miedo.

—No tengo miedo —reaccionó como si le hubiera atacado un rayo.

Mis manos, que no estaban imprimiendo fuerza alguna, lo detenían. Ardían. Las suyas fueron a mis muñecas. "No es miedo, Catherine. Ya no tiene miedo", soplaban los vientos de la noche entre las ramas.

—¿Por qué te has convencido de que mereces la traición de tu mujer?

—Porque me equivoqué casándome con ella, aunque tuviera que hacerlo.

Su roce era una quema. Quería saborear sus lengüetazos de fuego. A pesar de no poder arder, quería reducirme a cenizas.

—Halona está enamorada de ti, no volverá a fallarte.

Relajó una mueca irónica.

—Estaba enamorado de ti y te fallé.

Tocar la cicatriz trajo un torbellino en el estómago. La oscuridad era pastosa, así como la confusión y el deseo.

—Su amor no es desinteresado, quebrará tras los meses de misión. No confía en que la respete si estoy separado de ella y tú estás cerca.

—¿Confías tú?

La sinceridad de nuestra conversación previa me había liberado en cierto modo. Era la primera vez que hablar sobre la violación no me había hecho compadecerme de vergüenza.

—Si sigues tocándome así, no.

Me estremecí.

—Necesito saber —dije.

—No quiero que veas a los niños ni...

—Cuántas muertes...

Cerré los ojos y el Gran Espíritu me asfixió.

—Cuánto...

"Cuánto dolor".

—Basta, Catherine. Para, por favor.

Dibikad no anunció su llegada, supongo que se quedó paralizado al hallarnos así. ¿Cuánto tiempo habría estado escuchando? Namid fue el primero en verle. Dio un respingo, aunque no se apartó como habría hecho antaño. Me costaba admitirlo: que no tuviera miedo de lo que significábamos era peligrosísimo.

—¿Qué ocurre? —gruñó.

—Deberíais volver.

Ni le cuestioné.

—Deberíais ir primero, Namid. Yo apareceré de aquí un rato, es lo más sensato.

Al contrario de mi rápida resolución y postura —ya me había puesto de pie—, él nos miraba, entre decepcionado y escéptico, en total quietud.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora