Miskwiiwi - Él sangra

209 42 2
                                    


Ajidamoo fue enterrado en aquel asentamiento una madrugada de 1762. Nathaniel fue el único que se atrevió a acercase a mí y a tocarlo. Balbuceaba entre llantos, del mismo modo en que yo había sufrido la muerte de mi sobrina. Dejamos que su cuerpo reposara en un pequeño nicho y lo cubrimos de tierra. Los otros dos hombres rezaban memeces sobre el fin del mundo y el diablo.

—Os dejaré a solas.

Me aparté, adentrándome en la foresta, y recogí las tardías flores de verano que me fueron ofrecidas. Armé un ramo que después situé sobre el sepelio. Él seguía hecho un ovillo en torno al montículo, desconsolado.

—No le toques, bruja —me amenazaron.

Los estudié por el rabillo del ojo. Las supersticiones eran una fabulosa manera de manipular. Si hubieran querido —o si se hubieran atrevido— ya me habrían disparado.

—¿Sois bandidos? —les pregunté, acercándome.

—Aléjate —me apuntó uno de ellos.

—¿Dónde están vuestras familias? —levanté las manos—. ¿Quién os ha hecho esto?

—No importa. Cuando un hombre acciona el gatillo contra otro, el verdadero motivo tarda segundos en esfumarse.

Me agradó su respuesta.

—¿Cuál es tu nombre?

—Se llama Benedict —contestó por él Nathaniel, poniéndose de pie. Tenía la cara hinchada de llorar—. Una mujer como esta merece que le digas tu nombre, desagradecido.

—¿Desagradecido? ¡Ha asesinado al bebé!

—Le ha mostrado clemencia. Nadie se había atrevido a tocarlo, solo yo, por miedo a que sus malformaciones fueran contagiosas. Esta mujer ha sido enviada del cielo.

No parecían ser mucho más mayores que yo, sin embargo, estaban tan demacrados que no lo había notado al principio.

—Benedict, no busco tu aprobación. Voy en busca de alguien. Esa es la causa de mis preguntas.

—Ellos son Benedict y Joseph —suspiró Nathaniel—. Huimos de uno de los ataques en la frontera hace meses, nos asentamos aquí pensando que podríamos dedicarnos a la pesca o la construcción de embarcaciones, pero esto está igual de abandonado.

—El oeste ha sufrido el mismo destino.

Los tres intercambiaron miradas. ¿Mentían?

—También salí huyendo de otro de los ataques. De pieles rojas, para ser más exactos.

Calculé que reaccionarían si ellos también habían sido atacados por los indios.

—Los pieles rojas son más benévolos que los hombres —torció el gesto Benedict.

No le repliqué que los pieles rojas también eran hombres, ya que me había dado la información que necesitaba. Los franceses y los ingleses todavía continuaban peleándose por los territorios que la corona ya había usurpado. Serían pequeños grupos, mas altamente violentos. El gobierno estaba inmiscuido en las revueltas del sur y el este, no podía ocuparse de los bandidos anónimos, no después de haber limpiado la zona. Si los malhechores se asentaban en los restos de la tragedia y ejercían su yugo sobre los inocentes no era ya su problema.

—Aquí no hay bandos, preciosa. Si llegas antes, es tuyo —continuó—. Estamos en tierra de nadie. Una vez acabaron con los poblados y los rebeldes, cada cual fue libre de pelear por lo que fuera.

—¿Por qué hay tan pocos asentamientos, entonces? Estas tierras están vacías. ¿Ya no queda nadie? —sonreí con cierta ironía.

—Se rumorea que Edward Jones podría seguir cerca —habló por primera vez Joseph. Era el más sosegado de los tres.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora