Nisidotaagozi - Ella es entendida

968 115 116
                                    

Nunca había asistido al parto de un potrillo y obedecí todas y cada una de las directrices de Namid: corrí en busca de Onawa —a quien encontré en nuestro tipi, extendiendo mis ropas húmedas, sin tener tiempo para preguntarle por Ishkode y Métisse— y, con su asistencia, a pesar de que el bello animal vino del revés, ambos lograron sacarlo sin poner en peligro su vida ni la de la madre. Me había impresionado profundamente cómo ella había introducido sus manos en las cavidades inferiores para ayudarla a extraerlo, manchándose de sangre y fluidos varios. La cría cayó a la hierba, casi encima de Onawa por el impulso, y Namid las sujetó. Podía distinguirse el pelaje blanco, los ojos despiertos. Eran sus primeros segundos de vida en el mundo. La yegua estaba agotada y la rodeé con mis brazos cuando le faltó el equilibrio, pero relinchaba con urgencia, pidiendo que le devolvieran a su descendiente, buscando las fuerzas para dar coces a diestro y siniestro si se lo intentaban llevar.

—Tranquila, chica —se percató Namid, acercándose—. Encárgate del cordón. Haz que se levante —le dijo a Onawa.

Ésta asintió, concentrada, pero noté que todavía no se había acostumbrado a él. A veces no era consciente de lo que podía despertar en el resto, puesto que era como una extensión de mí misma.

—Has hecho un estupendo trabajo, Jeanne —la felicitó, acariciándole entre los ojos para apaciguarla.

Le sonreí, conmovida. Nos observamos mutuamente. A unos pasos de distancia, Onawa fruncía el ceño, viéndonos compartir aquella intimidad, mientras el potrillo, con las patas temblorosas, daba pequeños pasitos.

—Tráelo aquí, por favor. Se ponen muy nerviosas si no se les entrega a las crías de inmediato.

Ella se sobresaltó, supuse que confundida sobre sus propios pensamientos sobre nosotros, y lo ayudó a llegar, tropiezos incluidos. Jeanne lo guardó para sí, protectora, y comenzó a lamerle la carita.

—Gracias —le inclinó el rostro.

—Es un macho —respondió, cautelosa como era común en ella. Lo estudiaba como si acabara de convencerse de que, tras aquella toda parafernalia que rodeaba a Namid, hubiera un hombre de carne y hueso.

—Métisse e Ishkode deberán ponerle un nombre adecuado. Es el jinete de sangre de la savia de su vientre —se permitió sonreír.

Sentí que mi corazón no estaba repleto de escarcha, sino de la incondicional sonrisa de mi hermana mayor. Estaba allí, en algún lugar. En las flores que seguirían naciendo. En los primeros llantos de un recién nacido. En cada aliento de vida que nos rodeaba.


***


Onawa estaba más silenciosa que de costumbre durante el camino de regreso a la tienda. Namid había querido ocuparse de la cría a solas, pero lo cierto era que debíamos de separarnos antes de que alguien pudiera vernos e iniciar rumores malintencionados. Los días que se avecinaban eran demasiado importantes como para arriesgarlos a la cara de una moneda malgastada que giraba, caprichosa, sin saber dónde caer. Ambos teníamos importantes asuntos sobre los que reflexionar.

—¿Te ha comido la lengua el gato? —no soporté más el silencio al entrar en el tipi. Una parte de mí se sentía culpable; otra estaba por encima de cualquier ley que pudiera atarme.

Onawa fue hasta el cuenco de madera para lavarse —manchados los brazos hasta los codos de sangre— y se tomó su tiempo en responderme. Cuanto más tardaba, más dudaba de la ética de mi comportamiento. Suspiró, se giró y dijo:

—La yegua se llama Jeanne.

Una frase en apariencia tan simple como aquella fracturaba huesos.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora