Migizi - Un águila

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No hubo espacio para celebraciones una vez se explicó a la comitiva lo que había presenciado durante aquellas semanas. Los nuevos miembros de la resistencia se encargaron de proporcionar los detalles más impactantes. La desesperanza teñía sus rostros sucios y esqueléticos. Namid, como se esperaba de él, pidió permiso para reunirse a solas conmigo. Dibikad nos estudiaba por el rabillo del ojo, tenso.

—Manteneos despiertos —instó a Enapay, Motega y al representante de los cree—, os haré llamar a mi tienda.

¿Por qué había dejado de dormir al raso con el resto?

—Cuida de ella —le susurré a Mano Negra, refiriéndome a Megis—. Sé su sombra.

Él asintió, obediente, y me apretó el hombro. Estaba agotada. Namid abrió la entrada del tipi con el dorso de la mano, invitándome a pasar. El ambiente seguía cargado, a oscuras, la pequeña hoguera se había apagado. Pasó por mi lado, sin necesidad de luz sentí su figura rozarme, atizar al viento, e intenté mantener la mente aséptica.

—Toma asiento ¬—solicitó con voz ronca, casi gutural. Los contornos de su cuerpo me indicaron que estaba en cuclillas, encendiendo el fuego—. Tienes información, pero yo también.

La penumbra disminuyó al ritmo del naciente crepitar. En efecto: estaba en cuclillas. La falta de camisa mostró el anguloso abdomen, las cicatrices.

—Prefiero estar de pie, estoy demasiado agitada.

Me miró desde abajo, prudente. La cabellera le caía a ambos lados de la cara.

—Creo que es mejor que tomes asiento. No son buenas noticias.

Entendí así la mirada de Dibikad al reencontrarnos, estaba advirtiéndome.

—Sé franco —obedecí y me senté.

Namid se situó enfrente, cerca, pero no tan cerca como deseábamos ambos. Las llamas eran olas en su semblante.

—Sokanon no ha regresado a nosotros.

El águila debía llegar hasta Isla Royale con el mensaje encriptado dirigido a la partida al mando de Liwanu, así como traernos otro de su parte.

—Queríamos esperar a que volvieras, ya que sabíamos que traerías información relevante. Pasaron demasiadas semanas, la comitiva votó que la enviáramos —inspiró. La arruga de su ceño era ya tan marcada que no desaparecía ni cuando sonreía o se relajaba. La tuvo hasta su muerte—. Pero no ha regresado.

—¿Cuántos días hace de esto?

—Diez ¬—se apretó la frente con cierta derrota—. No va a regresar, Catherine.

Tenía razón. La habíamos perdido y, con ella, el contacto con los demás. Fui a pronunciar mis conjeturas, sin embargo, se me adelantó:

—Que no haya vuelto puede significar muchas cosas, la más preocupante es que toda la partida esté muerta. No tenemos forma de saberlo. Estarás de acuerdo conmigo en que Liwanu hubiera esperado a Sokanon. Si no la ha esperado es que, o está muerto, o ha habido un contratiempo lo suficientemente importante para romper el plan. Liwanu no rompe planes.

Nos mantuvimos en silencio unos segundos, cada uno observando los rincones de aquel eclipse que formaba la danzante hoguera, perdidos en nuestros juicios.

—No podemos saberlo, Namid. Hemos de continuar como si estuvieran muertos. Es muy probable que lo estén.

Necesitaba mi claridad sin florituras, la que me había inculcado Ishkode.

—Era un riesgo probable.

Él se volvió a apretar la frente y los ojos cerrados.

—Si Sokanon no ha vuelto ha sido porque la han derribado —concluí.

El suspiro fue más gruñido que suspiro. Aquella águila era una parte de su corazón. O había sido. Volvió a mirarme, recompuesto.

—Siento que...

—Dime que tienes buenas noticias porque solo quiero disparar flechas a diestro y siniestro —zanjó, tragándose su dolor, como si hubiese necesitado que yo le confirmase lo obvio—. Los chicos están desolados después de escuchar lo que les habéis contado. Ahora debes entregarme toda la verdad.

—Hemos sido benévolos —busqué en el bolsillo del faldón. Namid también reprimió su incómodo deseo—. Me deshice de la mía, pero estas son interesantes.

Frunció el ceño al estudiar los carteles de busca y captura de Inola e Ishkode.

—Es mucho dinero —comenté.

La ira habitó en sus pupilas, provocando que lucieran todavía más sobrenaturales.

—Maldito gobierno.

Arrugó la de Inola y la tiró al fuego. Ardió rápido, al contrario que la resistencia de su dueño. Me devolvió la de Ishkode con desgana.

—Guárdala, a mi hermano le hará ilusión.

La oculté de nuevo y aguardé en silencio.

¬—¿Tú tienes una? —evitaba mi contacto visual, como si estuviera absorto en sus cavilaciones.

—Sí, era cuestión de tiempo. Se me acusa del asesinato de quienes tú ya sabes, crímenes contra la corona británica, sedición y pertenencia a el grupo criminal del Relámpago.

—Se les olvidó incluir al cura.

Sonreímos con cierta amargura.

—¿Cómo se atreven a acusarles de violar a mujeres y niños? —lamentó.

—Son salvajes, Namid. Los monstruos están por encima de los salvajes en la escala moral. Les acusarán de haber matado a Jesús. No obtuve la tuya, pero también tienes una, como habrás supuesto.

—Y esos malnacidos me tildarán de violador y asesino de inocentes.

No supe por qué justo en aquel preciso instante pensé en Esther.

—Da igual cómo termine esta contienda, nuestro futuro está manchado para siempre. Ya no podremos aspirar a una vida en paz. Nos perseguirán. Moriremos matando —dije con ella en mis labios—. Las mentiras forman parte de su estrategia para vencernos, lo sabio es ignorarlas. Ten por seguro que Ishkode las usará para infligir terror.

Sus ojos se clavaron en los míos, intensos.

—Hablas igual que él.

¿Qué palabras no pronunciaba?

—Sé dónde se encuentra Roger McGregor. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora