Ajidamoo - Una ardilla

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Septiembre 1762

Las rodillas estaban asentadas sobre el húmedo lodo. Dejé que las palmas de las manos circularan del pecho al rostro, sin tocarme la piel, en cada espiración e inspiración. Tenía los ojos cerrados, concentrada en todo aquello que me rodeaba.

"Gran Espíritu, acoge a los hijos que han emprendido el camino hacia ti, ligeros como las hojas de otoño, pues seguirán respirando en las estaciones, a tu lado", recé. El peso de más de dos semanas de viaje a través de parajes desérticos, repletos de restos humanos y batallas harto perdidas, sabía a sangre en la boca. No solo me había encontrado con poblados arrasados: múltiples aldeas de blancos habían sucumbido al fuego. Terrace Bay estaba a dos lunas de camino y debía prepararme. Rocé las cenizas. El frío corazón tamborileó. Personas desconocidas corrían de un lado a otro. Los susurros me erizaron el vello de la nuca. Vendían frutas, plantas medicinales, estaban vivas.

"El miedo no es un umbral hacia otro lado, es un río que fluye", cantaron.




Me sentí extraña al codearme con seres humanos después de tantos días. La preocupación que había albergado con respecto a mi sucia apariencia se disipó nada más saludé a los primeros habitantes de Terrace Bay con una inclinación de cabeza: tenían peor aspecto que yo. Descendí de Antoine, ajustándome las primitivas telas que estaba usando como guantes, y deduje que era poco probable comprar unos zapatos nuevos allí. Las pocas viviendas en pie lucían destartaladas.

—Apártate, mujer.

El codazo que recibí causó que me hiciera a un lado. Tres hombres estaban sacando unos muebles hacia lo que parecía la plaza. El mundo debía de estar bocabajo si estaban saqueando la pequeña parroquia. Recuerdos de la guerra me apretaron la garganta. Eran ingleses.

—¿De dónde has salido tú? Si vienes pidiendo limosna, te advierto que no estás en el sitio adecuado —prorrumpió otro de ellos.

—Busco una posada.

"¿Dónde están las mujeres y los niños?", pensé.

—¿Aquí? —se rieron, sudorosos.

—Mi caballo y yo necesitamos descansar.

—Deberías continuar tu camino sin descansar, preciosa. Por la noche esto es un hervidero de maleantes.

¿La bahía había dejado de funcionar? ¿Cómo era posible? ¿Por qué el gobierno la había abandonado así? Era un punto estratégico.

—¿A cuántas jornadas de viaje está la siguiente aldea?

—¿Aldea? Aquí no queda nada.

—Si no hay aldeas, ¿adónde llevan la madera que están requisando?

Aquello llamó la atención del grupo, pero no en el buen sentido del término. Sus miradas me acorralaron con sospecha.

—Si has llegado hasta aquí sola es porque ya han hecho contigo todo lo que han podido. Se puede continuar, no obstante, si así lo deseas. Entrometida.

—Solo busco refugio.

—Dejadla en paz, ¿no tenéis suficiente con profanar a Dios? —intervino el más joven—. ¿Puede amamantar?

Su pregunta fue inesperada.

—No, la verdad es que...

—Pues cabalgue hacia el norte, váyase a Albany.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora