Johona miinawaa Yiska - El Sol y La Noche Pasada

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Todos dormían cuando entré al tipi de Namid. No estaba.

"Maldito cabezota", maldije. Iba a cumplir a rajatabla su ofrecimiento.

Su macuto estaba en una esquina, cerrado. El jubón de flechas y el fusil cerca de la hoguera que había dejado encendida por si aceptaba. Siempre mantenía la esperanza de que cruzaría su puerta, aunque ello implicara prender fuegos y fuegos que se antojarían ridículos para los demás. Rocé las camisas, tiradas al suelo, y las plegué. Me las acerqué al rostro y trazaron su memoria. Había extendido dos mantas rudimentarias para brindarme una cama. No podía creer que hubiera estado a punto de besarme. Solo de recordarlo, me ruboricé.

—Estás aquí.

Me sobresalté al verle allí. Parecía ansioso. Aquella sensación electrificante entumeció los dedos que aún sostenían su ropa.

—Fui al límite del campamento, a echar un vistazo a los caballos, y no estabas. Al ver una sombra reflejada en las paredes de la tienda, pensé que serías tú.

Los dos estábamos colorados, pidiendo a la oscuridad, en vano, que nos ocultara. Su cabellera seguía suelta, enredada, y el pecho donde me había apoyado, desvestido. Se fijó en cómo estaba apretando las camisas contra mí. El corazón iba a estallarme.

—Gracias por aceptar mi ofrecimiento. Hace calor, pero es mejor que dormir al raso, más cómodo que estar rodeada de..., ya sabes...

Debí de estar mirándole con demasiada intensidad, puesto que le costaba mantener el contacto visual. Lo hundía en la punta de sus pies, luego en distintos rincones del cerrado espacio.

—Te dejaré descansar.

"Él será el último jugador". Las voces no cesaban.

—Namid, espera.

Era como si le hubiera pegado un tiro. Pero esperó.

—Liwanu está de nuestra parte. Conoce los planes de Nahuel.

Apretó la mandíbula. Se estaba regañando por unas expectativas que no compartía con nadie.

—Debemos elegir quiénes nos acompañarán en el resto de la travesía. Roger McGregor tiene que estar más al sur. No podemos permanecer aquí, hemos de seguir avanzando. Por agua, por tierra, pero el tiempo corre en nuestra contra.

Me escuchó, atento, mas la caída de sus hombros estaba llena de tristeza.

—Mañana votaremos las decisiones pertinentes. Liwanu también ha conversado conmigo.

Tragué saliva. La tela ardía.

—Los siento cuando toco las alianzas.

Él apretó el ceño, intranquilo.

—Siento a Jeanne y a Antoine —me estiré la cadena para mostrársela—. No puedo liberarlos. He visto a mi sobrina. Se llama como yo. Me dice que nunca le veré el rostro del todo porque sigo viva. Están encerrados en mi antigua casa. Y no puedo dejar de oírles. Oigo a los que sufren sin descanso. No sé cómo pararlo.

Su mirada se suavizó.

—¿Y si puedo liberar a los vivos, pero no a los muertos? ¿Y si no callan jamás?

Acortó la distancia entre ambos.

—Me poseerán. Perderé el juicio.

No podía soltar las camisas. En ellas, veía a Namid portando el tocado de plumas de Inola. La muchedumbre coreaba su nombre. Honovi me estaba mostrando el futuro de su sobrino. Los gritos de los guerreros me pateaban los tímpanos.

—Quiero que se callen porque no puedo salvar al mundo. Quiero que se callen. Un minuto, solo un minuto. Quiero dejar de ver. No quiero luchar, quiero vivir. Quiero dejar de ver a George violarme. Y los sudores. Y las voces. Quiero dejar de ver.

Las camisas cayeron a las mantas cuando me agarró de las manos. Se hizo el silencio en mi mente de un plumazo. El equilibrio entre la primera jiibay-waabi, Johona, El Sol, e Yiska, La Noche Pasada. Yiska solo era un hombre que no venció al destierro al que fue condenada Johona, solo una mujer hecha ojo. "Yiska vagó por los confines de los mapas, buscándola, y la cicatriz de su mejilla era el rayo que partía a los árboles en dos durante las tormentas", había murmurado Honovi. Porque ellos eran dos corazones complementarios. Una vez muerto, su espíritu escribió las coordenadas en el cielo. Era la cascada de fuego naciente de las estrellas danzantes.

—Estás temblando, Catherine —se asustó, cogiéndome.

Los espíritus se habían ido. Se habían ido.

—Catherine, ¿puedes oírme? Escucha mi voz.

Vi a Johona siendo besada por Yiska en la tierna adolescencia. Hablaban otra lengua, sus ropas parecían de otro tiempo. Él le trenzó una flor en el cabello. Se palparon los rostros. Acababan de descubrir el amor.

—Catherine, mírame, por favor.

Cuando me abandonaron, me encontré siendo zarandeada por Namid. Estaba mareada y me fui difícil atenderle. Por fin logré volver, como me estaba pidiendo, y las palabras brotaron por instinto:

—He de ser tus ojos para que nos lleves a la victoria.

Su alarmada carita, tan adulta e imperfecta para un alma que no había renunciado a los dieciocho años, se aproximó a la mía hasta que nuestras frentes se tocaron.

—Pienso que no vas a volver de la oscuridad cuando tiemblas así —suspiró, entrecortadamente.

Después nuestras narices. Su revolucionada respiración rajaba mi boca.

—Sigo aquí. Contigo. No estás sola.

Podía haberse planteado la urgencia de haber dejado entrever que nos llevaría a la victoria, pero Namid era Namid: ganar no le importaba en absoluto. Solo ansiaba desaprender a matar y formar una familia alejado de la miseria.

—Catherine, háblame.

Me faltaba el aire y me abrazó a la desperada. De nuevo, aquella sensación. El hogar. Olía a arándanos.

—Siento..., siento mariposas... Puedo..., puedo..., puedo sentir...

Nos puse cara a cara y le tomé el rostro con ambas manos. Jadeaba. Puertas y puertas se abrían. Las olas me llevaban al perdón. Pero no había dolor. No dolía.

—Estoy..., estoy viva...

Y me eché a llorar, desconsolada.

—Puedo sentir...

Me fallaron las piernas y pudo agarrarme, pero caímos al suelo. Al hacerlo, el viento que levantamos cortó la hoguera en pequeñas chispas. Las llamas eran ajenas a que jamás pudiera ser la misma mujer. Me sostenían. Al igual que Yiska había escrito en los cielos que Johona le encontraría. El odio era ligero, como un gorrión, pero el amor era un águila. Namid era el dorado de sus plumas.

—Merezco vivir —sonreí, bañada en lágrimas—. Merezco ser mujer. 

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora