Dibishkookamig - Opuesta

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Ishkode me enseñó a ser letal, pero Thomas Turner me enseñó a ser embaucadora. Durante aquella misión para conseguir información, la prioridad era fingir ser inofensiva y, como tal, llegué hasta el destartalado asentamiento a trote, con las armas ocultas, ora en mi cuerpo, ora en el macuto que estaba sobre el caballo.

Estaba atardeciendo, no era la hora más idónea para que un desconocido, aunque fuera una mujer, apareciera de la nada, y el único hombre se levantó de la mecedora de madera con el fusil en mano. Los niños corrieron a esconderse en el huerto —que estaba perfectamente a tiro— y las mujeres se apretaron contra los baldes de ropa limpia que habían estado cargando.

—¿Quién es usted? ¡Identifíquese o le vuelo los sesos!

"Es cojo. Herido en combate, lo más probable".

—¡No estoy buscando problemas! —grité, poniendo los brazos en alto.

Él frunció el ceño. Me observó con mayor atención y se dio cuenta de que era una mujer. Dudó si apuntarme o no.

"Siete críos, cuatro mujeres, un anciano". Miré mejor: eran cinco mujeres, una de ellas ya estaba subida a un caballo para avisar a algún marido. "Los que pueden protegerlas viven aquí, pero están lejos", deduje.

—¡No busco problemas! —repetí con aquella voz lastimera, un calco de la de Thomas Turner cuando le conocí. "Siempre da un poco de pena, es mi truco", decía—. ¡Por favor!

Bajé de Antoine con actuada dificultad y le mostré mis manos vacías. Estaba todavía a cierta distancia.

—¡Mátala! —se impacientó una de las mujeres.

—¡No voy armada, por favor! —me arrodillé, cabizbaja—. ¡No deberían abrir fuego contra buenos cristianos si vienen en son de paz!

Otra petición más y me hubiera puesto a llorar.

—¡Por favor, solo busco comida!

El anciano no sabía qué hacer.

—¡Acércate despacio! —me pidió, sin dejar de apuntarme.

Me puse de pie y avancé poco a poco.

—¡No deberíamos arriesgarnos, recuerda lo que dijo Jacques! —añadió la misma mujer. La otra no se había bajado del caballo, alerta—. ¡Puede ser un señuelo!

—¡Mira cómo va vestida, por dios! —se quejó otra—. ¡Es una cría!

Iba sucia de pies a cabeza, como exigía mi vida de aquel entonces, y las ropas no estaban en buen estado. Me había deshecho las trenzas, mostrando una melena despeinada y grasienta, así como vendajes que habían perdido el color en ambas manos.

—Acércate más.

Obedecí, tímida, pero meditando qué haría si decidía registrarme.

—Quieta.

—Solo quiero una hogaza de pan duro. No voy a molestarles. Comeré y me esfumaré.

—¿De dónde has salido tú, jovencita? No hay un fuerte en millas a la redonda.

—¿No huis de los ataques?

—¿A qué te refieres?

"Ya no está manteniendo un tiro limpio".

—Red Rock —me tomé una pausa—. Han arrasado con todo. Vivía con mi familia y algunas más. Los nuestros se pelearon con los pieles rojas.

—Eso fue hace muchos meses.

—Señor, no busco problemas. ¿Los pieles rojas no han llegado hasta aquí?

—¡Esos demonios ya están ardiendo en el infierno! —escupió en el suelo otra de las mujeres—. O de vuelta a la pocilga de donde nacieron.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora