Mookomaanaatig - El mango de un cuchillo

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—¿Cómo es?

Todavía no había amanecido y debíamos de ponernos en marcha. De haber estado sola, hubiera viajado durante toda la noche, sin descanso, pero cedí. Megis estaba agotada. Aquellas horas me permitieron entrenar un poco, absorta en mis pensamientos, en si debía abandonarla o utilizarla.

—¿Has podido descansar? —le pregunté, guardando las dagas sin responderle.

No parecía haber dormido demasiado bien.

—Las pesadillas no me abandonan —se puso de pie—. ¿El Relámpago te enseñó a pelear así?

Sabía que me había estado observando y asentí.

—¿Es cierto que torturó a soldados?

—Ishkode sería capaz. No lo ha hecho nunca en mi presencia —miré al cielo. Debía volver a oscurecerme el pelo—. ¿Sabes defenderte?

—Muy poco. Hace años que no practico con el arco, menos todavía con el fusil.

Me aproximé al macuto que siempre cargaba Antoine.

—No es gran cosa —le ofrecí un cuchillo, lo había afilado hacía un par de lunas—. Necesito todas las armas que llevo encima, no puedo cederte nada más por el momento.

Ella lo aceptó sin dudar.

—Y tú necesitas saber defenderte. Guárdatelo en las enaguas, donde te sea fácil sacarlo si te atacan de improviso, pero donde no sea vea a simple vista. Hemos de conseguirte un fusil o una pistola de chispa. Puedo enseñarte lo básico, aunque dudo que tenga demasiado tiempo. Debes aprender rápido.

—¿Vas a dejarme en Marathon? —inquirió, sorteando mi mirada.

No pensé en qué hubiera hecho Ishkode o Namid, pensé en qué hubiera hecho Liwanu.

—Sí, pero no para lo que crees.





Megis se conocía los territorios como la palma de su mano. No le fue difícil encontrar un refugio seguro, lejos de la costa, en las profundidades de los bosques y los cadáveres. Se secaba las lágrimas y persistía en la búsqueda.

—Este será nuestro escondrijo. Nadie debe averiguarlo, ¿entendido? Solo necesito que dejes esto en algún sitio visible de Marathon. Si hay alguna capilla en pie, cerca de allí. En el pozo. En la herrería. En el huerto.

Una pluma negra de cuervo estaba en la palma de su mano. Era el símbolo de Inola. Aquellas aves carroñeras se asociaron a sus victorias durante los primeros años de la resistencia. Tanto él como Namid las portaban en sus cabellos.

—Cuando lo hagas, quiero que esperes unos días aquí. Necesitaré saber que estás bien y que has cumplido con lo establecido. ¿Ves esas piedras de ahí? Deja una hilera de tres piedras rectas, de menor a mayor tamaño, y lo sabré. Cumple lo que te he pedido a rajatabla y parte después a Long Lake. Viaja solo de noche. No llames la atención. Olvídate de los baños, de hablar, hasta casi de respirar.

—No tengo un caballo, yo...

—Te conseguiré uno. Y armas. Provisiones. Confía en mí —la agarré de las manos. La pluma negra estaba entre nuestro tacto—. Megis, puede que aparezcan algunas personas en Long Lake, serán de fiar. Tendrás que convencerles de que eres una enviada de Ishkode —sus ojos brillaron, expectantes—. He de marcarte.

Se echó un poco hacia atrás, ya no tan convencida.

—Confía en mí. No lo haría si hubiera otra manera. ¿Ves esto? —le señalé la cicatriz de mi cara. Era zigzagueante—. Es la marca de Ishkode.

Waaseyaa (III): Despierta en llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora