Capítulo 22: Misericordia

53 7 2
                                    

Era la hora más obscura de la noche cuando C.C. tuvo un ataque intermitente de escalofríos. Varias corrientes heladas se estaban filtrando al sótano por la ventana. Le escocían las heridas no tratadas. Le picaba el cuerpo, sobre todo en las marcas de las muñecas y los tobillos donde rozaban las cuerdas. Le gruñía el estómago. No había comido nada. Estaba sedienta, además. Tampoco había bebido nada. Extrañamente, no tenía tanta hambre ni sed como si un anhelo desesperado por fumar. En circunstancias normales, estaría en casa junto a la cálida chimenea cenando una deliciosa pizza napolitana y bebiendo una cerveza fría. O ya habría hecho todas esas cosas y estaría haciéndose unas bonitas uñas acrílicas en su cuarto. C.C. quiso romper a reír. Ese no era su cuarto. Esa no era su casa. En realidad, eran propiedad de Lelouch y él la desechado como un perro sarnoso. «Es todo. Me moriré aquí. Tras diez fracasos, moriré así. Sin que nadie llore mi muerte ni me recuerde o siquiera se dé cuenta. Lelouch no va a venir a salvarme. Nadie». C.C. había sobrevivido a numerosas noches gélidas sin una manta para acobijarse y con hambre cuando era una niña mendiga. Lo soportó todo como una campeona. Le resultaba irónico que su vida acabara tal como empezó. Se había acostumbrado a la buena vida. 

Vislumbró, en esto, a través de sus pestañas ensartadas con miles perlas de agua, a una persona venir con una jeringa se acercaba a ella. Era el verdugo.

—¿Has venido a regodearte, traidor? —resolló con voz cascada.

—No encuentro placer en el sufrimiento ajeno —impugnó Rolo, acuclillándose.

—Entonces, ¿significa que es la hora?

—Lo es.

C.C. apercibió la puerta abrirse. Alguien bajaba las escaleras. No veía nada más allá de Rolo. Sin mencionar que tenía solo un ojo abierto. El otro estaba cerrado a causa de la hinchazón. Tuvo que conformarse con escuchar qué discutía con Rolo.

—De acuerdo, Rolo. Mátala.

La orden procedía del asistente Maldini. Reconocería esa voz gangosa en donde fuera. Rolo fijó sus ojos inexpresivos en ella y pasó sus dedos por su cuello retirándole algunos mechones de cabello que se le habían adherido por el sudor. Le propinó unos golpecitos a la aguja. Esta chisporroteó líquido.

—¿Me dolerá? —susurró. En el acto, se arrepintió. ¿Qué la impulsó a preguntar tal tontería?

—No soy Bradley.

—¡Qué bien! Aún queda algo de piedad en este mundo —jadeó C.C. amagando una sonrisa cansina—. Vamos. No te entretengas y hazlo, por favor.

Él asintió. C.C. contrajo su expresión al sentir el ligero pinchazo en su cuello. Gimió. Había sido atravesada por un dolor agudo. Sintió la zona en donde Rolo la había inyectado palpitar, amenazando con estallar en cualquier momento. Poco a poco, el dolor se redobló alcanzando el tope. Su cuerpo intentó inútilmente rechazar el suplicio. Su espalda se arqueó. Experimentó una serie de convulsiones. Explotó un fuego y se disparó por sus venas. Desde el centro este se expandió su vientre y sus hombros, escaldando el trayecto hasta sus miembros y su rostro. Oyó su pulso galopar desaforado en sus tímpanos detrás del fuego que arreciaba. La asaltaron unas ganas locas de desgarrarse el pecho con las uñas y sacarse lo que la estaba consumiendo. Su corazón que aceleraba contra el fuego que lo arremetía tartamudeó. Le sucedió un último latido sordo. Se hizo silencio. Su respiración y su pulso se paralizaron, pero su mente estaba increíblemente lúcida. ¿Era parte del proceso?

—¿Está muerta?

—Sí, le administré una dosis letal. Tuvo que haber muerto ipso facto.

—Qué bueno. Será del agrado del presidente oír que murió rápido y sin dolor.

Code Geass: BloodlinesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora