Capítulo 8: Sombras.

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El padre Belisario le dijo adiós, con la mano, a los niños que acababan de acudir a su clase de catequesis y los observó marchar con una suave sonrisa. Durante meses los había estado preparando para que pudieran realizar su primera comunión y ellos habían estado asistiendo a clases con evidente entusiasmo.

—¿Necesita algo más, Padre?

El sacerdote sonrió y miró a la mujer que acababa de llegar.

—Nada, Socorrito. Todo está en orden, muchas gracias —le agradeció con sinceridad—. No sé qué haría sin ti si no vinieras a ayudarme con los niños.

Socorro sonrió.

—Lo hago con mucho gusto, padre —aseguró—. ¿De verdad no se le ofrece nada más?

—Muy seguro —rio.

Socorro asintió.

—Bien, entonces en ese caso me marcho porque mi Oso se quedó solo atendiendo el vivero y a los niños.

El padre Belisario asintió.

—Ve, hija. No te preocupes por nada.

Ella asintió, besó la mano del sacerdote y se marchó. El sacerdote se quedó solo y volvió a la sacristía donde se dispuso a continuar con la planeación de la primera comunión de los niños. Tan enfrascado estaba entre preparativos y notas que en ningún momento se percató de que había alguien observándolo con suma atención a través de la pequeña rendija de la puerta entreabierta de la sacristía. Y probablemente, nunca se hubiera enterado de no ser porque aquella persona tuvo la mala suerte de golpear un florero que terminó por estrellarse en el suelo...

Al escuchar el golpe seco del florero estrellándose contra el suelo, el Padre Belisario de inmediato levantó la cabeza y miró hacia la puerta de la sacristía (que era de dónde provino el ruido), pero lo único que pudo observar por la rendija que había entre la puerta y el marco de esta fue una borrosa sombra negra que desapareció casi al instante seguido del sonido de pasos alejándose en una carrera. El padre Belisario se puso de pie de inmediato y salió de la sacristía con prisa, al abrir la puerta de inmediato encontró el florero en el suelo junto al agua y las flores desperdigadas en el suelo, pero no le importó. De inmediato echó a correr a través del largo pasillo que daba a la iglesia. Salió al santuario y buscó con la mirada por todo el recinto en busca de su espía. Sin embargo, no encontró a nadie sospechoso. Se dirigió a la entrada principal de la iglesia con pasos apresurados y al salir también inspeccionó con la mirada a los alrededores y sin éxito pues tampoco encontró a nadie inusual ni a nadie que llevara vestimenta negra.

El padre Belisario se persignó mientras no dejaba de preguntarse ¿Quién habría sido? Y lo que más le inquietaba ¿Por qué lo habían estado espiando?

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Alba estaba furiosa. Esteban no sólo había ido a "arreglar el desastre" con Victoria, sino que había vuelto a la Mansión muy sonriente junto a esa mujer con la que pretendía casarse. En ese preciso momento ambos se encontraban arriba con los niños.

—¡Maldita mujer! —espetó entre dientes Alba mientras caminaba de un lado a otro en el pequeño saloncito de la mansión. Su rabia era más que evidente.

La puerta del salón se abrió y por ella ingresó Esteban. Al verlo, Alba detuvo su andar y lo fulminó con la mirada de la misma forma como si estuviese ante su peor enemigo.

—¿Qué haces aquí? —inquirió ella con acidez—. ¿No deberías estar arriba con esa mujer?

Esteban, quien la miraba con dureza, no se amedrantó.

—Esa mujer se llama Victoria —le recordó a forma de respuesta—. Y creo que le debes una disculpa.

Alba soltó una carcajada.

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