Capítulo 31: Tulipanes.

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Desde que descubrió que María estaba viva, el padre Belisario fue todas las mañanas a la mansión San Román para ver a María. Estaba encantado con el hecho de tenerla de vuelta y quería recuperar el tiempo perdido. En cuestión de pocos días se pusieron al corriente de sus respectivas vidas, claro que más con la de él, y María por fin pudo conocer el motivo por el cual él no se había mudado de ciudad como se lo había dicho antes de ella irse a Aruba.

—Cuando supe que te habían arrestado y culpado por el asesinato de Patricia supe que no podía marcharme, María —había dicho el sacerdote—. Sabía que se estaba cometiendo una injusticia contigo y no iba a dejar a tus hijos solos. Por eso rechacé el ascenso y decidí esperar a que volvieras, pero...

—Me condenaron —espetó ella con un nudo en la garganta.

El sacerdote asintió.

—Quise ir a verte, pero no tenía los medios para costear un viaje de esa magnitud —se lamentó.

Ella asintió con comprensión.

—No se preocupe, padre —le sonrió—. Me basta con saber que no dejó solos a mis hijos y que siempre estuvo cuidando de ellos por mí.

De la misma forma, el padre Belisario descubrió que la persona que había estado espiándolo el otro día en la sacristía había sido María.

—¿Por qué huiste? —preguntó él con pesar.

—Tuve miedo —confesó ella—. No sabía cómo iba a reaccionar o si iba a poder resistir la impresión de verme volver de la tumba.

El padre rio con diversión.

—Estoy viejo, muchacha —confirmó—. Pero sigo igual de fuerte que un roble.

María sonrió con cariño.

En poco tiempo, María y el Padre Belisario volvieron a ser tan cercanos como antes pese a que el cura había tenido que participar en la farsa de tener que llamarla Renata delante de los demás en la mansión.

Durante aquellos días en que el padre visitó a María sin falta, se dio cuenta de la extraña frialdad con que ella parecía tratar a Esteban y no se imaginaba el motivo hasta que María se lo contó.

—No le puedo perdonar que haya intentado reemplazar mi imagen ante mis hijos, padre —le había dicho ella un día—. No puedo perdonarlo.

El sacerdote asintió con comprensión.

—Entiendo que estés dolida y molesta —espetó con suavidad—. Pero ¿no crees que Esteban merece una segunda oportunidad? —inquirió—. Sé que lo que hizo estuvo mal y no lo disculpo, pero de verdad lo pasó muy mal cuando te condenaron —confesó—. Si lo hubieras visto, no lo habrías reconocido en absoluto —señaló—. Era casi como un fantasma y los demás se aprovecharon de eso para manipularlo.

María rio con acidez.

—Yo también lo pasé muy mal en prisión, padre —rebatió—. Fueron los momentos más difíciles de mi vida —aseguró con los ojos empañados—. Lo único que me mantuvo con vida fue la ilusión de volver a ver a mis hijos —sollozó y luego rio con amargura—. Jamás me imaginé que entonces mis hijos ya veneraban el retrato de esa mujer.

El sacerdote la miró con comprensión.

—Pero Esteban está arrepentido, hija —aseguró—. ¿No te dice nada que haya decidido terminar con esa mentira en dos ocasiones?

—Debió decírmelo, padre.

Él asintió.

—De habértelo dicho él ¿eso habría cambiado algo en cómo te sientes ahora?

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