EL QUIDOBSCURUM DE LASBATALLAS
Todo el mundo conoce la primera fase de esta batalla; principio confuso, incierto, dudoso, amenazador para los dos ejércitos, pero para los ingleses más aún que para los franceses.
Había estado lloviendo durante toda la noche; la tierra estaba empapada; el agua había formado lagunas en las oquedades de la llanura; sobre algunos puntos, el agua llegaba hasta los ejes de las piezas de artillería; las cinchas de los tiros goteaban fango líquido; si los trigos y los centenos, aplastados por este carreteo, no hubiesen hecho cama bajo las ruedas, colmando los baches, habría sido imposible todo movimiento, particularmente por las cañadas del lado de Papelotte.
La acción comenzó tarde; Napoleón, ya lo hemos dicho, tenía la costumbre de mantener toda la artillería en su mano como una pistola, apuntando ora a un punto, ora a otro, y había querido esperar a que las baterías enganchadas pudieran rodar y galopar libremente; para ello era preciso que el sol apareciera y secara el suelo. Pero el sol no apareció. No era ya la cita de Austerlitz. Cuando fue lanzado el primer cañonazo, el general inglés Colville miró su reloj y observó que eran las once y treinta y cinco minutos de la mañana.
La operación empezó con furia, con más furia tal vez de la que Napoleón hubiera querido, por el ala izquierda francesa, sobre Hougomont. Al mismo tiempo, Napoleón atacó el centro precipitando la brigada Quiot sobre la Haie-Sainte, y Ney llevó el ala derecha francesa contra el ala izquierda inglesa, que se apoyaba en Papelotte.
El ataque sobre Hougomont tenía algo de ficción; atraer allí a Wellington y hacerle inclinar hacia la izquierda, tal era el plan. Este plan hubiera dado buenos resultados si las cuatro compañías de la guardia inglesa y los fogosos belgas de la división Perponcher no hubiesen defendido sólidamente la posición; Wellington, en vez de concentrarse allí con muchas fuerzas, pudo limitarse a enviar otras cuatro compañías de guardias y un batallón de Brunswick.
La ofensiva del ala derecha francesa sobre Papelotte era un ataque a fondo; derrotar a la izquierda inglesa, cortar el camino de Bruselas, cerrar el paso a los prusianos que pudieran acudir por aquella parte, forzar la posición de Mont-Saint-Jean, rechazar a Wellington hacia Hougomont, de allí hacia Braine-l'Alleud, de allí a Hal; nada más sencillo. A excepción de algunos incidentes, este ataque tuvo éxito. Papelotte fue tomado; la Haie-Sainte fue conquistada.
Tenemos que hacer notar un detalle. Había en la infantería inglesa, particularmente en la brigada de Kempt, muchos reclutas. Estos jóvenes soldados, ante nuestros temibles infantes, se portaron como valientes; su inexperiencia salió intrépidamente del paso; sobre todo, hicieron un excelente servicio de guerrilleros; el soldado en guerrilla, entregado en cierto modo a sí mismo, se convierte, por decirlo así, en su propio general; estos reclutas mostraron algo de la invención y de la furia francesas. Esta infantería novata tuvo momentos de inspiración, lo cual desagradó a Wellington.
Después de la toma de la Haie-Sainte, la batalla vaciló. Hay en esta jornada, desde las doce a las cuatro de la tarde, un intervalo oscuro; la parte media de esta batalla es casi indistinta y participa de lo sombrío de la pelea. Se hace el crepúsculo sobre ella. Se descubren vastas fluctuaciones en esta bruma, una especie de ilusión vertiginosa, el aparato de guerra de entonces, casi desconocido hoy, los morriones con flama, los portapliegos flotantes, los correajes cruzados, las cartucheras de granadas, los dolmans de los húsares, las botas encarnadas de mil pliegues, los pesados chacós ornados con cordones, la infantería casi negra de Brunswick revuelta con la infantería escarlata de Inglaterra, los soldados ingleses llevando sobre los hombros grandes rodetes blancos por charreteras, la caballería ligera hannoveriana con su casco de cuero oblongo con filetes de cobre y crines rojas, los escoceses con las rodillas desnudas y sus mantas a cuadros, las grandes polainas blancas de nuestros granaderos; cuadros, no líneas estratégicas; lo que conviene a Salvatore Rosa, no lo que conviene a Gribeauval.
Una cierta cantidad de tempestad se mezcla siempre en una batalla. Quid obscurum, quid divinum. Cada historiador traza, en cierto modo, los perfiles que más le agradan en esta confusión. Cualquiera que sea la combinación de los generales, el choque de las masas armadas tiene incalculables reflujos; en la acción, los dos planes de los dos jefes penetran el uno dentro del otro y se desfiguran mutuamente. Un punto del campo de batalla devora más combatientes que cualquier otro, como los suelos más o menos esponjosos que beben con mayor o menor rapidez el agua que se les arroja. Es preciso llevar a aquel lugar más soldados de los que se quisiera. Es el precio de lo imprevisto. La línea de batalla flota y serpentea como un hilo, los regueros de sangre corren ilógicamente, los frentes de los ejércitos ondulan, los regimientos entrando o saliendo, forman cabos o golfos; todos estos escollos bullen continuamente unos ante otros; allí donde estaba la infantería, llega la artillería; donde estaba la artillería, acude la caballería; los batallones son columnas de humo. Algo había allá, buscadlo, ya ha desaparecido; los claros se desplazan; los pliegues sombríos avanzan y retroceden; una especie de viento sepulcral empuja, arrolla, dilata y dispersa estas multitudes trágicas. ¿Qué es una batalla?, una oscilación. La inmovilidad de un plan matemático expresa un minuto y no una jornada. Para pintar una batalla son precisos poderosos pintores que posean el caos en sus pinceles; Rembrandt vale más que van der Meulen. Van der Meulen, exacto a mediodía, miente a las tres. La geometría engaña; solamente el huracán es verdadero. Esto es lo que da a Folard el derecho a contradecir a Polibio. Añadiremos que hay siempre cierto instante en que la batalla degenera en combate, se particulariza y se esparce en innumerables pormenores que, según la expresión del mismo Napoleón, «pertenecen más bien a la biografía de los regimientos que a la historia del ejército». El historiador, en este caso, tiene el derecho evidente de resumir. Sólo puede apoderarse de los contornos principales de la lucha, y no le es dado a ningún narrador, por concienzudo que sea, fijar absolutamente la forma de esta nube horrible que se llama batalla.
Esto, que es cierto cuando se trata de todos los grandes choques de los ejércitos, es particularmente apreciable en Waterloo.
No obstante, por la tarde, en un momento dado, la batalla se precisó.
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Los Miserables II: Cosette
Historical FictionEsta segunda parte, se abre con la épica recreación de la batalla de Waterloo. Posteriormente, veremos a Cosette rescatada de las garras de la pareja Thénardier, así como los esfuerzos de Jean Valjean por eludir el acoso del policía Javert, que los...