LIBRO CUARTO. El tugurio Gorbeau

50 3 0
                                    

I

 MAESE GORBEAU


Hace cuarenta años, el paseante que se aventuraba a ir por los barrios perdidos de la Salpêtrière, y que subía por el bulevar, hasta la barrera de Italia, llegaba a lugares donde se hubiese podido decir que desaparecía París.

No estaban desiertos, pues había transeúntes; no era el campo, porque había calles y casas; no era una ciudad, porque las calles tenían baches como las carreteras y la hierba crecía en ellos; no era tampoco un pueblo, porque las casas eran demasiado altas. ¿Qué era, pues? Era un lugar desierto donde había gente; era un bulevar de la gran ciudad, una calle de París, más pavorosa de noche que una selva, y más triste de día que un cementerio.

Era el viejo barrio del Mercado de Caballos.

Si el viajero se arriesgaba a ir más allá de las cuatro paredes ruinosas de este Mercado de Caballos, si consentía siquiera en pasar la calle del Petit-Banquier, después de haber dejado a su derecha un corral cercado por altas tapias, luego un prado donde se elevaban montones de materias para curtidos parecidos a barracas de castores gigantescos, luego un cercado lleno de madera de construcción, con montones de troncos, virutas, sobre las cuales ladraba un enorme perro, luego una larga pared baja en ruinas, con una puertecita negra y enlutada, cargada de musgo, que se llenaba de flores en primavera; por fin, en lo más desierto, un horrible y decrépito edificio sobre el cual podía leerse en gruesos caracteres: «Prohibido fijar carteles», este paseante aventurero llegaba a la esquina de la calle de las Vignes-Saint-Marcel, latitudes poco conocidas. Allí, cerca de una fábrica, y entre dos tapias de jardín, se veía en aquel tiempo una casa que, a la primera ojeada, parecía pequeña como una choza, y que, en realidad, era grande como una catedral. La fachada que daba a la vía pública correspondía a la parte lateral del edificio, y de ahí su exigüidad aparente. Casi toda la casa estaba oculta. Sólo se veía de ella la puerta y una ventana.

Esta casa no tenía más que un piso.

Al examinarla, lo que ante todo llamaba la atención era que aquella puerta no había podido ser nunca más que la puerta de un tabuco, mientras que la ventana, si hubiese estado abierta en la misma piedra en vez de estarlo en el ripio, habría podido ser la ventana de un palacio.

La puerta no era sino un conjunto de tablas carcomidas, groseramente unidas por medio de travesaños parecidos a pedazos de leño mal cuadrados. Esta puerta daba a una escalera raída de altos escalones llenos de barro, yeso y polvo, y de la misma anchura que la puerta, escalera que desde la calle se veía subir recta como una escala y desaparecer en la sombra, entre dos paredes. El dintel informe de esta puerta estaba cubierto de una estrecha tabla en medio de la cual había sido abierto un agujero triangular que servía a la vez de tragaluz y ventanillo cuando la puerta estaba cerrada. En él se había escrito con tinta, y en dos brochazos, el número 52, y por encima del ventanillo, el mismo pincel había pintarrajeado el número 50; de modo que el transeúnte no sabía a punto fijo dónde se encontraba. Si miraba sobre la puerta, creía hallarse en el número 50; si miraba la puerta veía el número 52. Varios trapos indefinibles del color del polvo pendían como colgaduras del agujero triangular.

La ventana era ancha, bastante elevada, adornada de persianas y vidrieras de grandes cristales; sólo que estos cristales tenían varias heridas, a la vez escondidas y denunciadas, gracias a un vendaje ingenioso de papel; y las persianas, dislocadas y desunidas, más amenazaban a los transeúntes que resguardaban a los inquilinos. Las pantallas horizontales faltaban aquí y allá, y estaban cándidamente reemplazadas por planchas clavadas perpendicularmente; de modo que aquello empezaba en persiana y terminaba en postigo.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora