XVI

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 QUOT LIBRAS IN DUCE?


La batalla de Waterloo es un enigma. Es tan oscura para aquellos que la han ganado, como para aquel que la ha perdido. Para Napoleón fue el pánico; Blücher no vio en ella más que fuego; Wellington no comprendió nada. Ved los comunicados oficiales. Los boletines son confusos, los comentarios embrollados. Éstos balbucean, aquéllos tartamudean. Jomini divide la batalla de Waterloo en cuatro momentos; Muffling la corta en tres peripecias; Charras, aunque en algunos puntos tengamos distinta opinión que él, es el único que apreció con certero golpe de vista las líneas características de aquella catástrofe del genio humano en lucha contra el azar divino. Los demás historiadores han sufrido un cierto deslumbramiento, y en este deslumbramiento andan a tientas. Jornada fulgurante, en efecto, hundimiento de la monarquía militar que, con gran estupor de los reyes, arrastró consigo a todos los reinos, caída de la fuerza, derrota de la guerra.

En este acontecimiento, que lleva impresa la huella de una necesidad sobrehumana, la parte de los hombres no cuenta para nada.

Quitar Waterloo a Wellington y a Blücher ¿es quitar algo a Inglaterra o a Alemania? No. Ni esta ilustre Inglaterra, ni esta augusta Alemania tienen nada que ver en el problema de Waterloo. Gracias al cielo, los pueblos son grandes sin necesidad de las lúgubres aventuras de la espada. Ni Alemania, ni Inglaterra, ni Francia dependen de una espada. En esta época, en que Waterloo no es más que un ruido de sables, Alemania, por encima de Blücher, tiene a Goethe, y, por encima de Wellington, Inglaterra tiene a Byron. Un vasto amanecer de ideas es propio de nuestro siglo, y en esta aurora, Inglaterra y Alemania tienen su resplandor magnífico. Son majestuosos por lo que piensan. La elevación del nivel que aportan a la civilización les es intrínseco; procede de ellas mismas y no de un accidente. Lo que tienen de grandeza en el siglo XIX no tiene a Waterloo por origen. Sólo los pueblos bárbaros tienen súbitas crecidas después de una victoria. Es la vanidad pasajera de los torrentes henchidos por una tormenta. Los pueblos civilizados, especialmente en los tiempos en que estamos, no se rebajan ni se elevan por la buena o mala fortuna de un capitán. Su peso específico en el género humano resulta de algo más que de un combate. Su honor, gracias a Dios, su dignidad, su luz, su genio, no son números que los héroes y los conquistadores, esos jugadores, pueden poner en la lotería de las batallas. A veces, batalla perdida, progreso conquistado. Cuanta menos gloria, más libertad. El tambor enmudece, la razón toma la palabra. Es el juego de quien pierde gana. Hablemos pues de Waterloo fríamente por ambas partes. Demos al azar lo que es del azar, y a Dios lo que es de Dios. ¿Qué fue Waterloo? ¿Una victoria? No. Una quina.

Quina ganada por Europa y pagada por Francia.

No merecía la pena poner allí un león.

Por lo demás, Waterloo es el encuentro más extraño que hay en la historia. Napoleón y Wellington. No son enemigos, son contrarios. Jamás Dios, que se complace en las antítesis, produjo un contraste más notable y una confrontación más extraordinaria. De un lado, la precisión, la previsión, la geometría, la prudencia, la retirada asegurada, las reservas economizadas, una sangre fría obstinada, un método imperturbable, la estrategia que se aprovecha del terreno, la táctica que equilibra los batallones, la carnicería tirada a cordel, la guerra regulada reloj en mano, nada dejado voluntariamente al azar, el viejo valor clásico, la corrección absoluta; de otro lado, la intuición, la adivinación, lo extraordinario en medidas militares, el instinto sobrehumano, el golpe de vista flameante, el no sé qué que mira como el águila y que golpea como el rayo, un arte prodigioso en una impetuosidad desdeñosa, todos los misterios de un alma profunda, la asociación con el destino, el río, la llanura, la selva, la colina, conminadas y, en cierto modo, forzadas a obedecer, el déspota llegando a tiranizar el campo de batalla, la fe en la estrella unida a la ciencia estratégica, engrandeciéndola pero turbándola. Wellington era el Barême de la guerra, Napoleón era el Miguel Ángel; y esta vez el genio fue vencido por el cálculo.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora