II

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 NIDO PARA BÚHO Y CURRUCA


Delante del tugurio Gorbeau, fue donde Jean Valjean se detuvo. Como los pájaros salvajes, había elegido el lugar más desierto para hacer su nido.

Buscó en el bolsillo de su chaleco y sacó una especie de llave maestra, abrió la puerta, entró y luego volvió a cerrarla con cuidado, y subió la escalera llevando a Cosette a cuestas.

En lo alto de la escalera sacó de su bolsillo otra llave, con la que abrió otra puerta. La habitación donde entró y que volvió a cerrar enseguida era una especie de desván bastante espacioso, amueblado con un colchón en el suelo, una mesa y algunas sillas. En un rincón había una estufa encendida, cuyas ascuas resplandecían. El reverbero del bulevar iluminaba vagamente aquella pobre habitación. En el fondo había un gabinete con una cama de tijera. Jean Valjean dejó a la niña en aquel lecho, sin que se despertara.

Cogió un yesquero y encendió una vela; todo esto estaba sobre la mesa preparado de antemano; y como había hecho la víspera, se puso a contemplar a Cosette con una mirada de éxtasis, en la que la expresión de la bondad y de la ternura llegaban casi hasta el paroxismo. La pequeña, con la confianza tranquila que pertenece sólo a la fuerza extrema y a la extrema debilidad, se había dormido sin saber con quién estaba, y continuaba durmiendo sin saber dónde estaba.

Jean Valjean se inclinó y besó la mano de la niña.

Nueve meses antes, besaba la mano de la madre, que también acababa de dormirse.

El mismo sentimiento doloroso, religioso, punzante, invadía su corazón.

Se arrodilló junto a la cama de Cosette.

Era ya muy de día, y la niña dormía aún. Un pálido rayo de sol de diciembre atravesaba la ventana del desván, esparciendo por el techo rayos de sombra y de luz. De pronto, una carreta de cantero, cargada pesadamente, que pasaba por la calzada del bulevar, hizo temblar el caserón como si fuera un trueno, y lo estremeció de arriba abajo.

—¡Sí, señora! —gritó Cosette, despertándose sobresaltada—. ¡Ya voy, ya voy!

Y saltó de la cama, con los párpados medio cerrados aún por la pesadez del sueño, extendiendo los brazos hacia el ángulo de la pared.

—¡Ah, Dios mío! ¡Mi escoba! —exclamó.

Abrió del todo los ojos, y vio el rostro sonriente de Jean Valjean.

—¡Ah! ¡Vaya! ¡Es verdad! —exclamó la niña—. Buenos días, señor.

Los niños aceptan enseguida y familiarmente la alegría y la felicidad, siendo ellos mismos por naturaleza felicidad y alegría.

Cosette descubrió a Catherine a los pies de su cama y se apoderó de ella; jugó e hizo preguntas a Jean Valjean. ¿Dónde estaba? ¿París era muy grande? ¿La señora Thénardier estaba muy lejos? ¿No volvería allí?, etc., etc.

De repente, exclamó:

—¡Qué bonito es esto!

Era un horrible caserón, pero ella se sentía libre.

—¿Tengo que barrer? —preguntó, al fin.

—Juega —dijo Jean Valjean.

El día transcurrió así. Cosette, sin inquietarse por el hecho de no comprender nada, era inexplicablemente feliz entre aquella muñeca y aquel buen hombre.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora