NAPOLEÓN DE BUEN HUMOR
El emperador, aunque enfermo e incómodo a caballo, por un padecimiento local, no había estado nunca de tan buen humor como aquel día. Desde por la mañana, su impenetrabilidad sonreía. El 18 de junio de 1815, esa alma profunda, cubierta de una máscara de mármol, centelleaba ciegamente. El hombre que había sido sombrío en Austerlitz estaba alegre en Waterloo. Los más grandes predestinados tienen estas contradicciones. Nuestras alegrías no son más que sombra. La sonrisa suprema pertenece a Dios.
Ridet Caesar, Pompeius flebit, decían los legionarios de la legión Fulminatrix. Pompeyo esta vez no debía llorar, pero es cierto que César reía.
Desde la víspera, por la noche, a la una, explorando a caballo con Bertrand, entre la lluvia y la tempestad, las colinas inmediatas a Rossomme, satisfecho al ver la larga hilera de los fuegos ingleses que iluminaba todo el horizonte desde Frischemont hasta Braine-l'Alleud, le había parecido que el destino, emplazado por él para un día fijo en el campo de Waterloo, llegaba puntual a la cita; había detenido su caballo y permanecido inmóvil algún tiempo, mirando los relámpagos y escuchando el trueno, y habíase oído a aquel fatalista murmurar entre dientes estas palabras misteriosas: «Estamos de acuerdo». Napoleón se engañaba. No estaban ya de acuerdo el destino y él.
No había dedicado ni un minuto siquiera al sueño; todos los instantes de aquella noche habían sido para él alegres. Había recorrido toda la línea de las avanzadas, deteniéndose en algunos puntos para hablar con los centinelas de caballería. A las dos y media, cerca del bosque de Hougomont, había oído el paso de una columna en marcha; había creído, por un momento, en el retroceso de Wellington. Había dicho a Bertrand: «Es la retaguardia inglesa, que se dispone a levantar el campo. Haré prisioneros a los seis mil ingleses que acaban de llegar a Ostende». Hablaba con expansión; había encontrado la inspirada elocuencia del desembarco del 1.º de marzo, cuando mostraba al gran mariscal el aldeano entusiasta del golfo Juan y exclamaba: «Y bien, Bertrand, ¡he ahí el refuerzo!». La noche del 17 al 18 de junio, se burlaba de Wellington: «Ese pequeño inglés necesita una lección», decía Napoleón. La lluvia redoblaba y se oían truenos mientras el emperador hablaba.
A las tres y media de la madrugada, había perdido una ilusión; algunos oficiales, enviados para explorar el campo, le habían anunciado que el enemigo no hacía ningún movimiento. Nada se movía; ni una sola hoguera del campamento había sido apagada. El ejército inglés dormía. El silencio era profundo sobre la tierra; sólo había ruido en el cielo. A las cuatro, las avanzadas le llevaron un aldeano que había servido de guía a la caballería inglesa, probablemente a la brigada de Vivian, que iba a tomar posiciones en el pueblo de Ohain, el extremo izquierdo. A las cinco, dos desertores belgas le habían referido que acababan de dejar su regimiento, y que el ejército inglés esperaba la batalla. «¡Tanto mejor! —había exclamado Napoleón—. Más quiero arrollarlos, que hacerles retroceder».
Por la mañana, en la cuesta que forma el recodo del camino de Plancenoit, había echado pie a tierra en el fango, había hecho que le llevaran de la granja de Rossomme una mesa de cocina y una silla de aldeano, se había sentado, con un haz de paja por alfombra, y había desplegado sobre la mesa el mapa del campo de batalla, diciendo a Soult: «¡Bonito tablero de ajedrez!».
A consecuencia de las lluvias de la noche, los convoyes de víveres, atascados en los caminos hundidos, no habían podido llegar por la mañana; los soldados no habían dormido, estaban mojados y en ayunas; lo cual no impidió a Napoleón decir alegremente a Ney: «Tenemos noventa posibilidades sobre cien». A las ocho, llevaron el desayuno al emperador. Había invitado a varios generales. Mientras desayunaban, se estuvo refiriendo que Wellington, la víspera, había asistido a un baile dado en Bruselas, en casa de la duquesa de Richmond, y Soult, rudo hombre de guerra con rostro de arzobispo, había dicho: «El baile es hoy». El emperador había bromeado con Ney, que decía: «Wellington no será bastante necio como para esperar a Vuestra Majestad». Tal era, por otra parte, su costumbre; «se chanceaba fácilmente», dice Fleury de Chaboulon. «El fondo de su carácter era un humor festivo», dice Gourgaud. «Decía con frecuencia chistes, más bien caprichosos e ingeniosos», dice Benjamin Constant. Vale la pena insistir en estas humoradas de gigante. Llamaba a sus granaderos «los gruñones»; les pellizcaba las orejas, les tiraba de los bigotes. «El emperador no cesaba de chancearse con nosotros», es la frase de uno de ellos. Durante la misteriosa travesía de la isla de Elba a Francia, el 27 de febrero, el bergantín de guerra francés Zéphir encontró en alta mar al bergantín Inconstant donde Napoleón iba oculto, y pidió noticias del emperador. Éste, que llevaba aún en aquel momento en su sombrero la escarapela blanca y roja sembrada de abejas, adoptada por él en la isla de Elba, había tomado riendo la bocina y había respondido él mismo: «El emperador se encuentra bien». Quien ríe de tal forma está familiarizado con los acontecimientos. Napoleón había tenido varios accesos de risa durante el desayuno en Waterloo. Después del desayuno, se había recogido durante un cuarto de hora; luego, dos generales se sentaron sobre el haz de paja, una pluma en la mano, un pliego de papel sobre las rodillas, y el emperador les había dictado el orden de batalla.
ESTÁS LEYENDO
Los Miserables II: Cosette
Historical FictionEsta segunda parte, se abre con la épica recreación de la batalla de Waterloo. Posteriormente, veremos a Cosette rescatada de las garras de la pareja Thénardier, así como los esfuerzos de Jean Valjean por eludir el acoso del policía Javert, que los...