XVIII

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RECRUDESCENCIA DEL DERECHO DIVINO


Final de la dictadura. Todo un sistema europeo se desplomó.

El Imperio se desmoronó en una sombra parecida a la del mundo romano expirante. Volviose a ver el abismo, como en tiempos de los bárbaros. Sólo que la barbarie de 1815, que es preciso nombrar por su apodo, la contrarrevolución, tenía poco aliento, se ahogó en breve y se detuvo. El Imperio, confesémoslo, fue llorado, y llorado por ojos heroicos. Si la gloria está en la espada convertida en cetro, el Imperio había sido la gloria misma. Había derramado sobre la tierra toda la luz que puede dar la tiranía; luz sombría. Digamos más: luz oscura. Comparada con el verdadero día, es la noche. Esta desaparición de la noche hizo el efecto de un eclipse.

Luis XVIII regresó a París. Los bailes en corro del 8 de julio borraron los entusiasmos del 20 de marzo. El corso se volvió la antítesis del bearnés. La bandera de la cúpula de las Tullerías fue blanca; el destierro se sentó en el trono. La mesa de abeto de Hartwell se colocó frente al sillón flordelisado de Luis XIV. Se habló de Bouvines y de Fontenoy como del día anterior, habiendo envejecido Austerlitz. El altar y el trono fraternizaron majestuosamente. Una de las formas más incontestadas de la salvación de la sociedad del siglo XIX se estableció en Francia y en el continente. Europa tomó la escarapela blanca. Trestaillon se hizo célebre. La divisa non pluribus impar reapareció en los rayos de piedra figurando un sol en la fachada del cuartel del muelle de Orsay. Donde había habido una guardia imperial, hubo una casa roja. El arco del carrusel, cargado de victorias ya insoportables, fuera de lugar entre estas novedades, algo avergonzado tal vez de Marengo y de Arcole, salió del paso con la estatua del duque de Angulema. El cementerio de la Madeleine temible fosa común del 93, se cubrió de mármol y de jaspe, al descansar en este polvo los huesos de Luis XVI y de María Antonieta. En el foso de Vincennes un cipo sepulcral se elevó de la tierra, para recordar que el duque de Enghien había muerto en el mismo mes en que fue coronado Napoleón. El papa Pío VII, que había hecho esta consagración casi al mismo tiempo que se producía aquella muerte, bendijo tranquilamente la caída como había bendecido la elevación. Hubo en Schoenbrunn una pequeña sombra de cuatro años de edad, que era sedicioso llamar rey de Roma. Y se hicieron todas aquellas cosas, y aquellos reyes volvieron a subir a sus tronos, y el dueño de Europa fue encerrado en una jaula, y el antiguo régimen se convirtió en moderno, y toda la oscuridad y toda la luz de la tierra cambiaron de lugar, porque en la tarde de un día de verano, un pastor dijo en un bosque a un prusiano: «¡Pasad por aquí y no por ahí!».

Este año de 1815 fue una especie de abril lúgubre. Las viejas realidades malsanas y venenosas se cubrieron de apariencias nuevas. La mentira esposó a 1789, el derecho divino se enmascaró con una Carta, las ficciones se hicieron constitucionales, los prejuicios, las supersticiones y los pensamientos ocultos, con el artículo catorce en el corazón, se barnizaron de liberalismo. Fue el cambio de piel de las serpientes.

El hombre había sido engrandecido y empequeñecido a la vez por Napoleón. El ideal, bajo este reino de la materia espléndida, recibió el extraño nombre de ideología. Grave imprudencia de un gran hombre ridiculizar el porvenir. Los pueblos, sin embargo, esa carne de cañón tan enamorada del artillero, le buscaban con la vista. ¿Dónde está? ¿Qué hace? «Napoleón está muerto», decía un transeúnte a un inválido de Marengo y de Waterloo. «¿Muerto? —exclamó este soldado—; ¡no le conocéis!». Las imaginaciones deificaban a este hombre caído. El fondo de Europa, después de Waterloo, fue tenebroso. Durante mucho tiempo, hubo un gran vacío causado por el desvanecimiento de Napoleón.

Los reyes ocuparon este vacío. La vieja Europa lo aprovechó para reformarse. Hubo una Santa Alianza. Belle-Alliance, Bella Alianza, había dicho de antemano el campo fatal de Waterloo.

En presencia y frente a frente con esta antigua Europa rehecha, se bosquejaron los rasgos de una Francia nueva. El porvenir, ridiculizado por el emperador, hizo su entrada. Tenía sobre la frente esa estrella, Libertad. Los ojos ardientes de las jóvenes generaciones se volvieron hacia él. Cosa singular, se prendaron al mismo tiempo de ese porvenir, Libertad, y de ese pasado, Napoleón. La derrota había elevado al vencido. Bonaparte caído parecía más alto que Napoleón en pie. Los que habían triunfado tuvieron miedo. Inglaterra le hizo guardar por Hudson Lowe, y Francia le hizo espiar por Montchenu. Sus brazos cruzados se convirtieron en la inquietud de los tronos. Alejandro le llamaba mi insomnio. Este pavor procedía de la cantidad de revolución que tenía en sí. Esto es lo que explica y excusa el liberalismo bonapartista. Este fantasma producía temblor al viejo mundo. Los reyes reinaron con cierto malestar, con la roca de Santa Elena en el horizonte.

Mientras Napoleón agonizaba en Longwood, los sesenta mil hombres que cayeron en el campo de Waterloo se pudrieron tranquilamente, y algo de su paz se esparció por el mundo. El congreso de Viena hizo sus tratados de 1815, y Europa llamó a esto la Restauración.

Esto fue Waterloo.

Pero ¿qué le importa al infinito? Toda esta tempestad, toda esta nube, esta guerra y luego esta paz, toda esta sombra no turbó ni un instante el resplandor de la inmensa mirada ante la cual un pulgón saltando de una brizna de hierba a otra iguala al águila que vuela de campanario en campanario, en las torres de Notre-Dame.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora