VIII

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INCONVENIENTES DE RECIBIR EN CASA A UN POBRE QUE TAL VEZ ES UN RICO


Cosette no pudo menos que echar una mirada hacia la muñeca grande que seguía expuesta en la tienda de juguetes. Luego llamó. La puerta se abrió. La Thénardier apareció con una vela en la mano.

—¡Ah! ¿Eres tú, bribonzuela? ¡Gracias a Dios! ¡No has estado poco tiempo! ¡Se habrá estado divirtiendo, la holgazana!

—Señora —dijo Cosette temblorosa—, aquí hay un señor que busca habitación.

La Thénardier reemplazó al momento su aire gruñón con un gesto amable, cambio muy propio de los posaderos, y buscó con la vista al recién llegado.

—¿Es el señor? —preguntó.

—Sí, señora —respondió el hombre, llevándose una mano al sombrero.

Los viajeros ricos no son tan atentos. Este ademán y la inspección del traje y equipaje del extranjero, a quien la Thénardier pasó revista de una ojeada, desvanecieron la amable mueca, y reapareció el gesto avinagrado. Replicó secamente:

—Entrad, buen hombre.

El «buen hombre» entró. La Thénardier le lanzó una segunda ojeada, examinó detenidamente su levita, que no podía estar más raída, y su sombrero algo abollado, y consultó con un movimiento de cabeza, un fruncimiento de nariz y un guiño de ojos a su marido, el cual seguía bebiendo con los trajineros. El marido respondió con esa imperceptible agitación del índice que, acompañada de la dilatación de los labios, significa en semejante caso: «No tiene un ochavo». Recibida esta contestación, la Thénardier exclamó:

—¡Ah, lo siento, buen hombre, pero no hay habitación!

—Ponedme donde queráis —dijo el hombre—, en el granero, en el establo. Pagaré como si tuviera una habitación.

—Cuarenta sueldos.

—Cuarenta sueldos, sea.

—Bien.

—¡Cuarenta sueldos! —dijo un trajinero por lo bajo a la Thénardier—. Si no son más que veinte.

—Son cuarenta sueldos —replicó la Thénardier con el mismo tono—. No alojo a los pobres por menos.

—Es verdad —dijo el marido suavemente—. Siempre es un perjuicio para una casa tener gente de esa clase.

Sin embargo, el hombre, después de haber dejado sobre un banco su paquete y su bastón, se había sentado a una mesa, en la que Cosette se había apresurado a colocar una botella de vino y un vaso. El mercader que había pedido el cubo de agua había ido él mismo a llevárselo a su caballo. Cosette había vuelto a ocupar su sitio debajo de la mesa de la cocina, y se puso a hacer media.

El hombre, que apenas había mojado sus labios en el vaso de vino, contemplaba a la niña con extraña atención.

Cosette era fea, aunque si hubiese sido feliz habría podido ser linda. Ya hemos esbozado esta sombría figurita. Cosette era delgada y pálida. Tenía cerca de ocho años y apenas representaba seis. Sus grandes ojos hundidos en una especie de oscuridad estaban casi apagados a fuerza de llorar. Las comisuras de sus labios tenían el pliegue de la angustia habitual que se observa en los condenados y en los enfermos desesperados. Sus manos estaban como había adivinado su madre, «perdidas de sabañones». El fuego que la iluminaba en aquel momento mostraba los ángulos de sus huesos, y hacía su delgadez horriblemente visible. Como siempre estaba tiritando, había cogido la costumbre de apretar las dos rodillas una contra otra. Todo su vestido consistía en un harapo que hubiera inspirado piedad en verano y horror en invierno. La tela que vestía estaba llena de agujeros; no tenía ni un mal pañuelo de lana. Se le veía la piel por varias partes, y por doquier se distinguían manchas azules o negras, que indicaban el sitio donde la Thénardier la había golpeado. Sus piernas desnudas estaban rojas y descarnadas; el hundimiento de sus clavículas hacía saltar las lágrimas. Toda la persona de aquella niña, su aire, su actitud, el sonido de su voz, sus intervalos entre una y otra frase, su mirada, su silencio, el menor gesto suyo, expresaban y traducían una sola idea: el temor.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora