VII

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CONTINÚA EL ENIGMA


Habíase levantado ya la brisa de la noche, lo que indicaba que debían ser entre la una y las dos de la madrugada. La pobre Cosette no decía nada. Se había sentado en el suelo, al lado de Jean Valjean, y había inclinado la cabeza sobre él. Jean Valjean creía que se había dormido. Se inclinó y la miró. Cosette tenía los ojos abiertos y un aire pensativo que apenó a Jean Valjean.

Seguía temblando.

—¿Tienes ganas de dormir? —preguntó Jean Valjean.

—Tengo mucho frío —respondió Cosette.

Un momento más tarde, dijo:

—¿Está ahí todavía?

—¿Quién?

—La señora Thénardier.

Jean Valjean había ya olvidado el medio de que se había valido para hacer guardar silencio a Cosette.

—¡Ah! —dijo—. Ya se ha ido. No temas nada más.

La niña suspiró como si le quitaran un peso del pecho.

La tierra estaba húmeda, el cobertizo abierto de par en par, la brisa era más fría a cada instante. El buen hombre quitose la levita y envolvió con ella a Cosette.

—¿Tienes menos frío así? —dijo.

—¡Sí, padre!

—Bien, espérate un instante, enseguida vuelvo.

Salió de las ruinas y empezó a recorrer el gran edificio buscando un abrigo mejor.

Encontró varias puertas, pero estaban cerradas. En todas las ventanas había rejas.

Cuando acababa de pasar el ángulo interior del edificio, observó que las ventanas estaban entornadas, y descubrió alguna claridad. Se alzó sobre la punta de los pies y miró por una de las ventanas. Daban todas a una sala bastante amplia, pavimentada con anchas losas, cortada por arcos y pilares, y donde se distinguía sólo un débil resplandor y muchas sombras. El resplandor procedía de una lámpara encendida en un rincón. La sala estaba desierta y nada se movía en ella. No obstante, a fuerza de mirar creyó ver en el suelo, sobre la piedra, una cosa que parecía cubierta con una mortaja, y semejante a una forma humana. Estaba echada, tendida boca abajo, con los brazos en cruz en la inmovilidad de la muerte. Hubiérase dicho, una especie de serpiente que se arrastraba por el suelo, y que aquella figura siniestra parecía condenada.

Toda la sala estaba bañada por la bruma propia de los lugares apenas iluminados, que aumenta el horror.

Jean Valjean ha dicho varias veces que, aunque había presenciado en su vida muchos espectáculos lúgubres, jamás había visto nada tan glacial y terrible como aquella figura enigmática realizando un misterio desconocido en aquel lugar sombrío. Era horrible suponer que aquello estaba muerto, y más terrible aún pensar que estaba vivo.

Tuvo valor para pegar la frente al cristal y observar si se movía. Así permaneció un rato que le pareció muy largo: la figura no hizo ningún movimiento. De repente, se sintió sobrecogido de un terror inexplicable, y huyó. Echó a correr hacia el cobertizo sin echar una sola mirada atrás. Le parecía que si volvía la cabeza vería aquella figura andar detrás de él a grandes pasos y agitando los brazos.

Llegó a las ruinas, anhelante. Sus rodillas se doblaban. El sudor le corría por todo el cuerpo.

¿Dónde se hallaba? ¿Quién hubiera podido suponer algo semejante a esta especie de sepulcro en medio de París? ¿Qué era esa extraña casa? Edificio lleno de misterios nocturnos, llamando a las almas en la sombra con voces de ángeles para ofrecerles luego bruscamente esa terrible visión, prometiendo abrir la puerta radiante del cielo y abriendo la puerta horrible de la tumba. ¡Y aquello era efectivamente un edificio, una casa que tenía su número en una calle! ¡No era un sueño! Tenía necesidad de tocar las piedras para creerlo.

El frío, la ansiedad, la inquietud, las emociones de la noche, le daban una verdadera fiebre, y todas aquellas ideas se entrechocaban en su cerebro.

Se acercó a Cosette, la niña dormía.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora