IV

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 ENTRADA DE UNA MUÑECA EN ESCENA


La hilera de tiendas al aire libre que partía de la iglesia llegaba, según se recordará, hasta el bodegón Thénardier. Estas tiendas, a causa del próximo paso de la mucha gente que debía ir a la misa del gallo, estaban todas iluminadas con velas brillando en cucuruchos de papel, lo cual, como decía el maestro de escuela de Montfermeil, sentado ante una mesa en casa de Thénardier, hacía un «efecto mágico». En cambio, no se veía ni una estrella en el cielo.

La última de estas barracas, situada precisamente frente a la puerta de los Thénardier, era una tienda de juguetes, reluciente de oropeles, de abalorios y de cosas magníficas de hojalata. En primera línea, y delante de todo, el mercader había colocado sobre un fondo de servilletas blancas una inmensa muñeca de cerca de dos pies de altura, vestida con un traje de crespón rosa, adornada con espigas de oro en la cabeza, y con pelo verdadero y ojos de esmalte. Durante todo el día, esta maravilla había sido objeto de admiración para los menores de diez años, sin que hubiese hallado en Montfermeil una madre bastante rica o bastante pródiga para comprársela a su hija. Éponine y Azelma habían pasado horas enteras contemplándola, y hasta la misma Cosette, aunque es cierto, furtivamente, se había atrevido a mirarla.

En el momento en que Cosette salió, con su cubo en la mano, por sombría y abrumada que estuviera, no pudo menos que alzar la vista hacia aquella prodigiosa muñeca, hacia «la dama», como ella la llamaba. La pobre niña se detuvo petrificada. No había visto aún a la muñeca de cerca. Toda aquella tienda le parecía un palacio; la muñeca no era una muñeca, era una visión. Era la alegría, el esplendor, la riqueza, la felicidad, lo que aparecía en una especie de brillo quimérico ante aquel pequeño y desgraciado ser, relegado tan profundamente a una miseria fúnebre y fría. Cosette medía, con la sagacidad candorosa y triste de la infancia, el abismo que la separaba de aquella muñeca. Se decía que era preciso ser reina, o al menos princesa, para tener una «cosa» como aquélla. Consideraba aquel hermoso vestido rosa y aquellos hermosos cabellos lisos, y pensaba: ¡Qué feliz debe ser esta muñeca! Sus ojos no podían separarse de aquella tienda fantástica. Cuanto más miraba, más se deslumbraba. Creía estar viendo el paraíso. Había otras muñecas detrás de la grande, que le parecían hadas y genios. El mercader que iba y venía en el fondo de la barraca le producía en cierto modo el efecto de un Padre Eterno.

En esta adoración, lo olvidó todo, incluso la misión que le habían encargado. De repente, la voz ruda de la Thénardier la hizo volver a la realidad:

—¿Cómo, bribonzuela, no te has ido todavía? ¡Espera! ¡Allá voy! ¿Qué tienes tú que hacer allí? ¡Vete, pequeño monstruo!

La Thénardier había echado una mirada a la calle y había visto a Cosette en éxtasis.

Cosette echó a correr con su cubo tan velozmente como le era posible.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora