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 UNA MONEDA DE CINCO FRANCOS QUECAE AL SUELO Y HACE RUIDO


Cerca de Saint-Médard, había un pobre que se sentaba sobre el brocal de un pozo de vecindad cegado, y al cual Jean Valjean daba limosna con frecuencia. No había vez que pasara delante de este hombre sin que le diera algunos sueldos. A veces le hablaba. Los envidiosos de aquel mendigo decían que era de la policía. Era un viejo de setenta y cinco años que estaba siempre murmurando oraciones.

Una noche en que Jean Valjean pasaba por allí, y no llevaba consigo a Cosette, descubrió al mendigo en su lugar habitual, debajo del farol que acababan de encender. Según su costumbre, aquel hombre parecía rezar y estaba inclinado. Jean Valjean se dirigió a él y le puso en la mano su limosna acostumbrada. El mendigo levantó bruscamente los ojos y miró fijamente a Jean Valjean, luego bajó la cabeza con rapidez. Este movimiento fue como un relámpago. Jean Valjean se estremeció. Pareciole que acababa de entrever a la luz del farol no el rostro pálido y beato del viejo pordiosero, sino un semblante espantoso y conocido. Tuvo una impresión semejante a la que habría tenido al hallarse de pronto en la oscuridad frente a frente con un tigre. Retrocedió petrificado, no atreviéndose a respirar ni hablar, ni a quedarse quieto, ni a huir, mirando al mendigo que había bajado la cabeza cubierta con un harapo y parecía ignorar que el otro estuviese allí. En ese momento extraño, un instinto, quizás el misterioso instinto de conservación, hizo que Jean Valjean no pronunciara ni una palabra. El mendigo tenía la misma estatura, los mismos harapos, la misma apariencia de todos los días.

«¡Bah...! —se dijo Jean Valjean—. ¡Estoy loco! ¡Sueño! ¡Es imposible!», y regresó, profundamente turbado.

Apenas se atrevía a confesarse a sí mismo que el rostro que había creído ver era el rostro de Javert.

Por la noche, reflexionando sobre ello, arrepintiose de no haber interrogado al hombre, para obligarle a levantar la cabeza por segunda vez.

Al día siguiente, al caer la noche, volvió allí. El mendigo estaba en su lugar.

—Buenos días, buen hombre —dijo resueltamente Jean Valjean, dándole un sueldo.

El mendigo levantó la cabeza y respondió con voz doliente:

—Gracias, mi buen señor.

Era realmente el viejo pordiosero.

Jean Valjean se tranquilizó del todo. Se puso a reír.

«¿De dónde diablos he sacado yo que este hombre podía haber sido Javert? —pensó—. Vaya, vaya, ¿voy a ver visiones ahora?».

Y no volvió a pensar en ello.

Algunos días más tarde, serían las ocho de la noche, estaba en su habitación y hacía deletrear a Cosette en voz alta; oyó que la puerta de la casa se abría y cerraba. Aquello le pareció extraño. La vieja, que era la única que vivía con él en la casa, se acostaba siempre al oscurecer, para no tener que encender la vela. Jean Valjean hizo a Cosette una señal para que se callara. Oyó que subían la escalera. En rigor, podía ser la vieja que quizá se había sentido indispuesta y había ido a la botica. Jean Valjean escuchó. El paso era pesado, y sonaba como el paso de un hombre; no obstante, la vieja usaba gruesos zapatos, y no hay nada que se parezca tanto al paso de un hombre como el paso de una mujer vieja. Sin embargo, Jean Valjean apagó la vela.

Había enviado a Cosette a la cama, diciéndole muy bajo:

—Acuéstate sin hacer ruido.

Y mientras la besaba en la frente, los pasos se habían detenido. Jean Valjean permaneció en silencio, inmóvil, vuelto de espaldas a la puerta, sentado en la silla de la que no se había movido, conteniendo su aliento en la oscuridad. Al cabo de bastante rato, al no oír nada más, se volvió sin hacer ruido, y al alzar la vista hacia la puerta de su cuarto, vio una luz por el ojo de la llave. La luz formaba una especie de estrella siniestra en la parte oscura de la puerta y la pared. Evidentemente, allí había alguien que sostenía una vela en la mano y escuchaba.

Transcurrieron algunos minutos, y la luz desapareció. Pero no oyó ruido alguno de pasos, lo que parecía indicar que el que se había acercado a escuchar se había sacado los zapatos.

Jean Valjean se echó vestido en la cama, y no pudo cerrar los ojos durante toda la noche.

Al amanecer, cuando estaba aletargado por la fatiga, fue despertado por el rechinar de una puerta que se abría en alguna buhardilla al fondo del corredor, y luego oyó los mismos pasos de hombre que la víspera había subido la escalera. El paso se acercaba. Saltó de la cama y aplicó su ojo al agujero de la cerradura, que era bastante grande, como para ver el paso del desconocido que la noche anterior se había introducido en la casa y había estado escuchando tras la puerta. En efecto, era un hombre quien pasó, esta vez sin detenerse, ante la habitación de Jean Valjean. El corredor estaba aún demasiado oscuro para que fuera posible distinguir su rostro; pero cuando el hombre alcanzó la escalera, un rayo de luz exterior hizo resaltar su perfil, y Jean Valjean le vio de espaldas completamente. El hombre era de alta estatura, vestido con un largo levitón, y llevaba un palo debajo del brazo. Era la facha formidable de Javert.

Jean Valjean hubiese podido tratar de volverle a ver en el bulevar, a través de su ventana. Pero hubiera sido preciso abrirla y no se atrevió.

Era evidente que aquel hombre había entrado con una llave como quien entra en su casa. ¿Quién le había dado la llave? ¿Qué significaba todo aquello?

A las siete de la mañana, cuando la vieja llegó para hacer la limpieza, Jean Valjean le dirigió una mirada penetrante, pero no le preguntó nada. La buena mujer estuvo como siempre.

Mientras barría, ella le dijo:

—¿Habéis oído tal vez que alguien entraba en casa esta noche?

En aquella época, y en el bulevar, a las ocho era ya noche cerrada.

—Por cierto, es verdad —respondió él con el acento más natural del mundo—. ¿Quién era?

—Es el nuevo inquilino que hay en la casa —dijo la vieja.

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé a punto fijo. Señor Dumont, o Daumont. Un nombre así.

—¿Y qué hace ese tal Dumont?

—Es un rentista como vos.

Quizá sus palabras no encerraban una segunda intención, mas Jean Valjean creyó que la había.

Cuando la vieja se hubo marchado, hizo un rollo con unos cien francos que tenía en un armario y se los guardó en el bolsillo. Por más precaución que tomó para hacer esta operación sin que se le oyera remover el dinero, una pieza de cien sueldos se le escapó de las manos y rodó ruidosamente por el suelo.

Al anochecer bajó y miró con atención el bulevar por todos los lados. No vio a nadie. El bulevar parecía absolutamente desierto. Es verdad que detrás de los árboles podía ocultarse cualquiera.

Volvió a subir.

—Ven —le dijo a Cosette.

La cogió de la mano y salieron los dos juntos.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora