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EL PEQUEÑO CONVENTO


Había en el recinto del Petit-Picpus tres edificios completamente distintos: el convento grande que habitaban las religiosas, el colegio, en el que estaban las educandas, y luego lo que llamaban el convento pequeño. Éste era un conjunto de dependencias con jardín, donde vivían en común ancianas religiosas de varias órdenes, procedentes de claustros destruidos por la Revolución; reunión de hábitos negros, grises y blancos, de todas las comunidades y de todas las variedades posibles; era lo que podría llamarse, si se nos permitiera una extraña combinación de palabras, un convento-arlequín.

Desde el tiempo del Imperio, se había permitido a todas aquellas pobres desterradas acogerse bajo las alas de las bernardinas-benedictinas. El Gobierno les pagaba una pequeña pensión; las religiosas del Petit-Picpus las habían acogido muy bien. Era una mezcla extraña. Cada una seguía su regla. Algunas veces, se permitía a las alumnas pensionistas, como un recreo, hacerles una visita; y estas jóvenes han guardado entre otros recuerdos los de la madre Santa Basilia, de la madre Santa Escolástica y de la madre Jacob.

Una de estas refugiadas casi podía decirse que se hallaba como en su casa. Era una religiosa de la orden de Santa Aura, la única que sobrevivía de su comunidad. El antiguo convento de las religiosas de Santa Aura ocupaba desde principios del siglo XVIII precisamente la misma casa del Petit-Picpus que después fue a pertenecer a las benedictinas de Martín Verga. Esta santa mujer, demasiado pobre para llevar el magnífico hábito de su orden, que era un manto blanco con escapulario escarlata, había vestido con él un maniquí, que enseñaba a todo el mundo con satisfacción, y que legó a la casa cuando murió. En 1824, sólo quedaba una religiosa de esta orden; hoy sólo queda una muñeca.

Además de estas dignas religiosas, había algunas ancianas que habían obtenido permiso de la priora, como la señora Albertine, para retirarse en el pequeño convento. Entre éstas estaban la señora Beauford d'Hautpoul y la marquesa Dufresne. Había otra que sólo era conocida en el convento por el formidable ruido que hacía al sonarse. Las alumnas la llamaban la señora Estrepitini.

Hacia 1820 ó 1821, la señora de Genlis, que publicaba un periódico llamado El intrépido, pidió permiso para vivir en el convento del Petit-Picpus. El señor duque de Orleans la recomendó. Esto produjo un gran rumor en la colmena; las madres vocales temblaban; la señora de Genlis había escrito novelas, pero declaró que era la primera en condenarlas. Además, había llegado a un punto en que la devoción se hace intransigente; en fin, con la ayuda de Dios y del príncipe, entró. Se marchó al cabo de seis u ocho meses, dando por razón que el jardín no tenía sombra. Las religiosas se alegraron muchísimo. La señora de Genlis, aunque era muy vieja, tocaba el arpa bastante bien.

Al marcharse, dejó un recuerdo en la celda. Era supersticiosa y latinista. Estas dos palabras dan una idea aproximada de ella. Hace algunos años, se veían aún, pegados en el interior de un armarito donde guardaba el dinero y las alhajas, estos cinco versos latinos, escritos por su propia mano en tinta roja sobre papel amarillo; versos que en su opinión tenían la virtud de intimidar a los ladrones:

Imparibus meritis pendent tria corpora ramis:

Dismas et Gesmas, media est divina potestas;

Alta petit Dismas, infelix, infima, Gesmas.

Nos et res nostras conservet summa potestas.

Hos versus dicas, ne tu furto tua perdas.

Estos versos escritos en latín del siglo VI promueven la cuestión de si los ladrones del Calvario se llamaban Dimas y Gestas, como comúnmente se cree, o Dismas y Gesmas. Esta ortografía hubiera podido contrariar las pretensiones que tenía en el siglo pasado el vizconde de Gestas de descender del ladrón malo. Por lo demás, la virtud benéfica que se atribuye a estos versos es un artículo de fe en la orden de las hospitalarias.

La iglesia de la casa, construida con el fin de separar el convento grande del colegio, era común a éste, al convento grande y al pequeño; y en ella se admitía también al público por una especie de entrada de lazareto que daba a la calle. Pero estaba todo dispuesto de manera que ninguna de las que vivían en el claustro pudiese ver un rostro de afuera. Figúrese el lector una iglesia cuyo coro hubiera sido cogido por la mano de un gigante y doblado de manera que formase, no como en las demás iglesias, una prolongación detrás del altar, sino una especie de sala o caverna oscura a la derecha, delante del celebrante; este espacio estaba cerrado por la cortina de siete pies de altura de la que ya hemos hablado; y allí sumergidas en la sombra de la cortina, en sitiales de madera, las religiosas del coro a la izquierda y las educandas a la derecha, las conversas y las novicias en el centro, asistían al culto divino. Esta caverna, que se llamaba el coro, se comunicaba con el claustro por un pasadizo. La iglesia recibía la luz del jardín. Cuando las religiosas asistían a los oficios en que su regla ordenaba el silencio, el público sólo notaba su presencia por el choque de las tablillas de sus sitiales, que levantaban y bajaban con ruido.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora