IX

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 UN SIGLO BAJO UNA TOCA


Puesto que estamos dando pormenores de lo que era antiguamente el convento del Petit-Picpus, y hemos tenido el atrevimiento de abrir una ventana a este discreto asilo, el lector nos permitirá aún una corta digresión, ajena al fondo de este libro, pero característica y útil para demostrar que incluso el claustro tiene sus tipos originales.

En este pequeño convento había una mujer centenaria que procedía de la abadía de Fontevrault. Antes de la Revolución, había vivido en el mundo. Hablaba mucho del señor de Miromesnil, guardasellos de Luis XVI, y de un tal Duplat, presidente, a quien había conocido mucho. Toda su vanidad y todo su placer era recordar estos nombres a cada momento. Contaba maravillas de la abadía de Fontevrault, que era como una ciudad, y que tenía calles dentro del monasterio.

Hablaba con un acento pícaro, que encantaba a las educandas. Cada año renovaba solemnemente sus votos, y en el momento de prestar juramento, decía al sacerdote:

—Monseñor San Francisco lo prestó ante monseñor San Julián; monseñor San Julián lo prestó ante monseñor San Eusebio; monseñor San Eusebio ante vos, monseñor San Procopio, etcétera, etcétera; así yo lo presto ante vos, padre mío.

Y las educandas se reían bajo su velo. Encantadoras y ahogadas risas que hacían fruncir el ceño a las madres vocales.

En otras ocasiones, la centenaria relataba historias. Decía que en su juventud, los bernardinos no tenían nada que envidiarles a los mosqueteros. Era un siglo el que hablaba, pero era el siglo XVIII. Describía la costumbre de los cuatro vinos en Champaña y Borgoña antes de la Revolución. Siempre que pasaba por las ciudades de estas regiones un mariscal de Francia, un príncipe, un duque, o un par, el Ayuntamiento le arengaba y le presentaba cuatro vasijas llenas de vinos distintos. En la primera se leía esta inscripción: «vino de mono»; en la segunda, «vino de león»; en la tercera, «vino de carnero»; en la cuarta, «vino de cerdo». Estas cuatro inscripciones representaban los cuatro grados por los que desciende el borracho: el primero, alegra; el segundo, irrita; el tercero, entorpece; el cuarto, embrutece.

Tenía en un armario cerrado con llave un objeto misterioso al que profesaba mucho afecto. La regla de Fontevrault no se lo prohibía. No quería mostrar este objeto a nadie. Se encerraba, su regla lo permitía, y se escondía cada vez que quería contemplarlo. Si oía pasos en el corredor, cerraba el armario tan precipitadamente como podía con sus viejas manos. Cuando le hablaban de ello, se callaba, ella que era tan habladora. Las más curiosas tropezaron con este silencio, y las más tenaces con su obstinación. Era, pues, este objeto, motivo de comentarios para todas las que estaban desocupadas o aburridas en el convento. ¿Qué podía ser este objeto tan precioso y tan secreto que constituía el tesoro de la centenaria? ¿Algún libro santo? ¿Algún rosario único? ¿Alguna reliquia probada? Todas se perdían en suposiciones.

A la muerte de la pobre anciana, corrieron todas al armario más deprisa tal vez de lo que convenía, y lo abrieron. Encontraron el objeto envuelto en un triple lienzo, como una patena bendita. Era un plato de porcelana, cuyas figuras representaban unos amorcillos que huían perseguidos por unos mancebos armados de enormes jeringas. La persecución abundaba en gestos y en cómicas posturas. Uno de los amorcillos estaba ya ensartado. Lucha, grita, agita sus alas y trata de volar, pero el matasanos se ríe con una risa satánica. Moraleja: «El amor vencido por el cólico». Este plato, muy curioso por lo demás, y que tiene quizás el mérito de haber dado una idea a Molière, existía aún en septiembre de 1845; estaba en venta en casa de un comerciante del bulevar Beaumarchais.

Esta buena vieja no quería recibir ninguna visita de fuera del convento porque, decía: «el locutorio es muy triste».

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora