LIBRO QUINTO. A caza que espera, jauría muda

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I

 LOS RODEOS DE LA ESTRATEGIA


Aquí, para comprender las páginas que siguen inmediatamente, y otras más lejanas, debemos hacer una observación necesaria.

Hace ya muchos años que el autor de este libro, obligado hoy a hablar de París, está ausente de esta ciudad. Desde que la abandonó, París se ha transformado. Ha surgido una nueva ciudad que, en cierto modo, le es desconocida. No es preciso decir que ama a París, París es la ciudad natal de su espíritu. A consecuencia de las demoliciones y las construcciones, París, el París de su juventud, ese París que ha guardado religiosamente en su memoria, es ahora el París de otro tiempo. Permítasele hablar de él como si existiera aún. Es posible que allí donde el autor va a llevar a sus lectores diciendo «tal calle en la cual hay tal casa» no exista hoy ni la calle ni la casa. Los lectores lo verificarán si quieren tomarse semejante trabajo. En cuanto al autor, ignora el París nuevo, y escribe con el París antiguo ante los ojos, en una ilusión que le es preciosa. Es para él un consuelo creer que existe tras él algo de lo que veía cuando estaba allí, y que no todo se ha desvanecido. Mientras uno vive en su ciudad natal, cree que las calles le son indiferentes, que las ventanas, los techos y las puertas nada significan, que esas paredes le son extrañas, que los árboles son como otros cualesquiera; que las casas cuyo umbral no pisa, son inútiles; que el suelo que pisa es solamente piedra. Pero después, cuando se ha abandonado la patria, se constata que aquellas calles son objeto de cariño; se siente la falta de aquellas ventanas, tejados y puertas, se echa de ver que aquellas paredes son necesarias; que aquellos árboles son queridos; que en aquellas casas cuyo umbral no se pisaba, se entraba todos los días, y que el desterrado ha dejado su sangre y su corazón en aquel suelo. Todos esos sitios que no se ven ya, que no se verán tal vez nunca y cuya imagen se ha conservado viva, adquieren un encanto doloroso, se presentan con la melancolía de una aparición, hacen visible la tierra sagrada, y son, por decirlo así, la forma misma de la patria, se los ama; se los evoca tales como son, tales como eran; se recuerdan obstinadamente, y no se nota que nada haya cambiado, porque en ellos se ve el rostro de la madre.

Séanos, pues, permitido hablar de lo pasado en el presente. Dicho esto, suplicamos al lector que lo tenga en cuenta, y continuamos.

Jean Valjean había dejado enseguida el bulevar, y se había adentrado en las calles, trazando las líneas más quebradas que podía, regresando bruscamente sobre sus pasos, para asegurarse de que nadie le seguía.

Esta maniobra es propia del ciervo acorralado. En los terrenos en que se marca bien la huella, esta maniobra tiene, entre otras ventajas, la de engañar a los cazadores y a los perros, con las huellas en sentido contrario. Esto es lo que en montería se llama falsa persecución.

Era una noche de luna llena. Jean Valjean no se percataba de ello. La luna, aún muy cerca del horizonte, marcaba en las calles grandes espacios de sombra y de luz. Jean Valjean podía deslizarse a lo largo de las casas y las paredes por el lado oscuro, y observar el lado iluminado. Quizá no pensaba en observar el lado oscuro. No obstante, en las callejuelas desiertas que desembocan en la calle de Poliveau, creyó estar seguro de que nadie le seguía.

Cosette andaba sin preguntar nada. Los sufrimientos de los seis primeros años de su vida habían conferido cierta pasividad a su naturaleza. Además, y ya tendremos otras ocasiones para volver a hacer esta observación, se había acostumbrado, sin saber cómo, a las rarezas del buen hombre y a los caprichos del destino. Y por otra parte, estando a su lado, se sentía segura.

Jean Valjean no sabía más que Cosette adónde iba. Se confiaba a Dios, igual que ella se confiaba a él. Le parecía que llevaba de la mano algo más grande que una niña; creía sentir un ser invisible que le guiaba. No llevaba ninguna idea meditada, ningún plan, ningún proyecto. Ni siquiera estaba absolutamente seguro de que fuese Javert quien le perseguía, y aún podía ser que Javert no supiera que se trataba de Jean Valjean. ¿No iba disfrazado? ¿No se le creía muerto? Sin embargo, hacía algunos días que le sucedían cosas muy raras. No necesitaba más. Había decidido no regresar a la casa Gorbeau. Como el animal arrojado de su caverna, buscaba un agujero donde esconderse, esperando encontrar donde alojarse.

Jean Valjean describió varios laberintos distintos en el barrio Mouffetard, ya dormido, como si existiera aún la disciplina de la Edad Media y el yugo del toque de queda; combinó de diversas maneras, en sabias líneas estratégicas, la calle Censier y la calle Copeau, la calle del Battoir-Saint-Victor y la calle del Puits-l'Ermite. Había allí posadas, pero no entraba en ellas por no hallar lo que le convenía.

Cuando daban las once en Saint-Étienne-du-Mont, atravesaba la calle Pontoise ante la comisaría de policía que estaba en el número 14. Algunos instantes más tarde, el instinto del que hablábamos más arriba hizo que se volviera. En aquel instante, vio claramente, gracias al farol de la comisaría, a tres hombres, que le seguían bastante cerca, pasar sucesivamente debajo del farol, por el lado oscuro de la calle. Uno de los tres hombres entró en el portal de la comisaría. El que andaba a la cabeza le pareció decididamente sospechoso.

—Ven, hija —díjole a Cosette, y se apresuró a abandonar la calle Pontoise.

Dio otra vuelta, rodeó el pasaje de los Patriarches, que estaba cerrado a causa de la hora, midió con sus pasos la calle de l'Épée-de-Bois y la calle de Arbalète, y se sumergió en la calle Postes.

Hay allí una encrucijada, donde hoy se halla el colegio Rollin, en la cual desemboca la calle Neuve-Sainte-Geneviève.

(Digamos de paso que la calle Neuve-Sainte-Geneviève era una calle muy vieja, y que hacía diez años que no pasaba una silla de posta por la calle de Postes. Esta calle estaba habitada en el siglo XII por alfareros, y su verdadero nombre es calle de Pots).

La luna arrojaba viva luz sobre aquella encrucijada. Jean Valjean se emboscó bajo una puerta, calculando que si aquellos hombres le seguían aún, no podría dejar de verlos cuando atravesaran aquella claridad.

En efecto, no habían transcurrido aún tres minutos cuando los hombres aparecieron. Ahora eran cuatro; todos de elevada estatura, vestidos con largas levitas oscuras, con sombreros redondos y gruesos bastones en la mano. No eran menos sospechosos por su elevada estatura y sus grandes puños que por su marcha siniestra en las tinieblas. Parecían cuatro espectros disfrazados de burgueses.

Se detuvieron en medio de la encrucijada y se agruparon como si se consultaran. Tenían un aire indeciso. El que parecía guiarlos se volvió y señaló vivamente con la mano derecha el punto donde estaba escondido Jean Valjean; otro parecía indicar con obstinación la dirección contraria. En el instante en que el primero se volvió, la luna iluminó plenamente su rostro. Jean Valjean reconoció plenamente a Javert.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora