VIII

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CRECE EL ENIGMA


La niña había recostado la cabeza en una piedra y se había dormido. Se sentó a su lado y se puso a contemplarla. Poco a poco, a medida que la miraba, iba tranquilizándose, y recobraba la plena posesión de su libertad de espíritu.

Percibía claramente una verdad, el fondo de su vida: mientras ella viviese, mientras estuviese con él, no experimentaría ninguna necesidad ni ningún temor más que por ella. Ni siquiera sentía frío después de haberse despojado de su levita para abrigarla.

Sin embargo, a pesar de las reflexiones, oía desde hacía rato un extraño ruido. Era como una campanilla o cencerro agitándose. Este ruido procedía del jardín, y se lo oía clara aunque débilmente. Se parecía a la musiquilla vaga que producen los cencerros del ganado, por la noche, en los pastoreos.

Hizo volverse a Jean Valjean.

Miró, y vio que había alguien en el jardín.

Un ser semejante a un hombre andaba por entre las campanas del melonar, agachándose, levantándose, deteniéndose, con movimientos regulares, como si arrastrase o extendiese alguna cosa en el suelo. Este ser parecía cojear.

Jean Valjean se estremeció con el temblor continuo de los desgraciados. Todo les resulta hostil y sospechoso. Desconfían de la luz porque ayuda a descubrirlos, y de las sombras porque ayudan a sorprenderle. Hacía un momento, temblaba porque el jardín estaba desierto, y ahora se estremecía porque había alguien en él.

De los temores quiméricos pasó a la realidad del temor. Se dijo que Javert y sus espías quizá no se habían marchado, que tal vez habrían dejado en la calle gente en observación, y que si aquel hombre le descubría en el jardín gritaría creyéndole un ladrón y le entregaría. Tomó suavemente en brazos a Cosette dormida y la llevó detrás de un montón de viejos muebles en desuso, en el rincón más escondido del cobertizo. Cosette no se movió.

Desde allí observó las trazas del ser que andaba por el melonar, y extrañose sobre todo de que el ruido del cencerro seguía todos los movimientos del hombre. Cuando el hombre se acercaba, el ruido se acercaba; cuando el hombre se alejaba, el ruido se alejaba también. Si hacía algún gesto precipitado, un trémolo acompañaba ese gesto. Cuando se detenía, el ruido cesaba. Parecía evidente que el cencerro estaba unido a aquel hombre, pero entonces ¿qué podía significar aquello? ¿Quién era ese hombre al cual habían colgado una campanilla lo mismo que a un buey o a un borrego?

Mientras se hacía estas preguntas, tocó las manos de Cosette. Estaban heladas.

—¡Ah, Dios mío! —dijo—. ¡Cosette! —llamó en voz baja.

Ella no abrió los ojos.

La sacudió vivamente.

La niña no se despertó.

—¡Está muerta! —dijo, y se puso en pie, temblando de pies a cabeza.

Las más terribles ideas le atravesaron la mente de un modo confuso. Hay momentos en que las suposiciones más horrendas nos acosan como una cohorte de furias y fuerzan violentamente los nervios de nuestro cerebro. Cuando se trata de las personas que amamos, nuestra prudencia inventa los temores más locos. Jean Valjean recordó que el sueño puede ser mortal en una noche fría al aire libre.

Cosette, pálida, había caído al suelo, a sus pies, sin movimiento.

Escuchó su respiración. Respiraba, pero de un modo que le parecía débil y próximo a extinguirse.

¿Cómo devolverle el calor? ¿Cómo despertarla? Todo lo que no era aquello se había borrado de su cerebro. Se lanzó fuera del cobertizo.

Era absolutamente preciso que antes de un cuarto de hora Cosette tuviera fuego y cama.

Los Miserables II: CosetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora